Cultura

El verano en Galicia y la búsqueda del paraíso perdido

El animal urbano siente la necesidad de darle una patada al hormiguero y busca una utopía, un paraíso perdido o los escombros de aquel lugar donde fuimos felices

Santiago de Compostela, Galicia
Santiago de Compostela, Galicia

A Santiago de Compostela uno puede ir por muchos motivos. Van los jóvenes a estudiar, labrarse un futuro y un currículo de anécdotas que poder contar sobre aquellos años tomando cuncas de vino en los soportales de la ciudad vella –ciudad vieja en gallego-. Van también quienes pusieron rumbo al Camino, buscándose a sí mismos o buscando algo que perdieron. Santiago es un lugar donde se cocinan los amores a fuego lento, el final del camino para unos y el principio de uno nuevo para otros. En Santiago van a parar aquellos que quieren sentar cabeza o quienes hartos de su existencia en grandes metrópolis deciden volver a la que un día fue su casa. Y pasear una vez más, eternamente, por sus calles, contemplando la "ciudad más hermosa de Europa", para Hemingway, esa en la que la vida nace hasta en los mismos muros de la catedral, coronando de verde esculturas que rozan el cielo con sus brazos de piedra.

Entre los muchos rincones que alberga la capital de Galicia hay uno en el que se encuentra la Casa de la Troya. Una mítica residencia de estudiantes que se conserva hoy como lugar de interés cultural. Su fama procede en buena medida de una novela de Alejandro Pérez Lugín publicada en 1915, un año antes de que naciera el Nobel gallego Camilo José Cela.

La novela cuenta la historia de Gerardo Roquer, joven madrileño de vida disoluta al que su padre envía a Santiago a estudiar Derecho para que ponga orden en su vida. Roquer se toma aquel viaje como un destierro y un castigo, y aunque al principio ve su nuevo hogar como una simple ciudad de provincias al poco tiempo entabla buenas amistades con sus compañeros e pensión (en la Casa de la Troya) y hasta conocerá al amor de su vida.

Han pasado más de 100 años desde su publicación, pero la historia de Lugín, como todas las buenas historias, es inmortal. Y es que la odisea de Gerardo Roquer es la de cualquiera de nosotros. Es lo que buscamos cuando hacemos el petate y emprendemos el viaje, a veces con destino a ninguna parte.

Que el final de la historia sea feliz, que encontremos el amor al otro lado del aeropuerto o al menos la aventura o el hallazgo de una emoción perdida entre kilos de rutina, desencanto laboral y malestar existencial.

Como decía Manuel Leguineche, el viaje es más una huida que un encuentro: “La aventura no existe, es algo que cuando uno va a alcanzar se convierte un espejismo. El animal urbano tiene la necesidad de dar un puntapié al hormiguero, de vivir una vida distinta y original. Uno trata más de buscar la aventura por aquello de lo que quiere huir que de lo que busca. Se sabe bien de lo que se quiere escapar pero no está claro lo que quiere encontrar”.

El animal urbano busca una utopía, un paraíso perdido o los escombros de aquel lugar donde fuimos felices. Veranear es también reencontrarnos con aquellos viajes que hacíamos de niños junto a nuestros padres y abuelos. Oteando horizontes de tiempos en los que el reloj andaba despacio y se disfrutaba con intensidad del helado, de los castillos de arena, del roce de las olas y de las noches en vela viendo películas.

Tan importante como la búsqueda de nuevas emociones es el regreso a los lugares que nos marcaron. Quizá por eso mi amigo Pepe vuelve una y otra vez a Santiago, una ciudad de la que “nunca se cansa”. Y revive las noches tomando “tumbadioses” –un chupito autóctono-, las comidas en ‘O polo norte’ –ya desaparecido- o disfrutando del remanso que aquella ciudad le suponía, lejos de la brutalidad de la aldea, del olor a zurro, de los alcohólicos de las tabernas y de los chismes paletos.

Es verano y Galicia huele a eucalipto. Las gaviotas se arremolinan en el centro de las ciudades, cada vez más irrespetuosas con los humanos.  Por el paseo marítimo de Riazor caminan parejas, runners, niños, familias y mujeres y hombres solitarios. Nos detenemos a mirar cómo el sol se empieza a ocultar en el Atlántico, desplegando un juego de luces que perfilan la Torre de Hércules a lo lejos. El sonido del mar impregna la visión. Ese mecer de las olas que nunca acaba, impasible a cuanto acontece en nuestra vida y fuera de ella. Y volvemos a saborear la infancia, los viajes con amigos y aquel lugar de veraneo que un día llamamos utopía. El paraíso perdido quizá no existe, pero si lo hace es azul, como el mar y como los ojos de aquella persona que tanto extrañamos.

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