Suele ser el tiempo del viaje, la iniciación y la aventura. También del amor y la niñez, un tiempo propicio para los sentimientos, pero también un ciclo crepuscular. Se trata del verano, uno de los temas más literarios a los que muchos escritores dedicaron una parte importante de su obra. De cara a las lecturas estivales, en Vozpópuli hacemos un repaso no a las novedades, sino a aquellas historias que ocurren en esta época del año.
El primero en el recorrido es El bello verano, de Césare Pavese. Escrito en la primavera de 1940 y publicado en 1949, encarna el relato de la pérdida inevitable de la inocencia. Con el trasfondo de un Turín gris y crepuscular, va devanándose el doloroso proceso de la madurez de Ginia, una ingenua adolescente: todo ocurre en el ambiente corrupto y sin reglas de la bohemia artística turinesa. Ginia se enamora de un joven pintor por el cual, tras resistencias interiores y remordimientos mal disimulados, se dejará seducir.
Pavese pone en marcha un amor desesperante, cargado de expectativas e ilusiones vanas, destinado a durar lo que dura una estación. Una novela intensa que narra la iniciación a la vida en la etapa que marca, con el descubrimiento de los sentidos y de las tentaciones, el paso de la adolescencia a la madurez, con ese gesto implícito de fractura y desprendimiento. Hay dos ediciones, cada una a su manera perfectas para leer: la que publica Cátedra, en su colección Letras Universales, y la que ha editado bella y primorosamente el sello Pre-textos.
A Pavese le sigue Dostoievski con Noches blancas. Esta historia ocurre durante esas largas e iluminadas noches que transcurren en San Petersburgo durante la época del solsticio de verano. Un joven solitario e introvertido narra cómo conoce de forma accidental a una muchacha a la orilla del canal. Tras el primer encuentro, la pareja de desconocidos se citará las tres noches siguientes, noches en las que ella, de nombre Nástenka, relatará su triste historia y en las que harán acto de presencia, de forma sutil y envolvente, las grandes pasiones que mueven al ser humano: el amor, la ilusión, la esperanza, el desamor, el desengaño.
Él, es un personaje casi arquetípico en Dostoievski: solitario, atormentado, soñador, miserable a la vez que noble. Narrado desde distintos tiempos, el texto escarba en la sensación de la vida como agravio, cual instante fugaz. Es de las primeras historias de Dostoievski e incluso hay algunas ideas fuerza en este relato que desarrollará más adelante. Existe una preciosa edición publicada por Nórdica con traducción de Marta Sánchez-Nieves e ilustrada por Nicolai Troshinsky.
Es la más bella historia que sobre un hundimiento se haya escrito jamás: Chesil Beach, de Ian McEwan. Una historia narrada desde ese lugar al que van a morirse las parejas justo cuando acaban de empezar. Quizá quienes se hayan ahogado en ese largo desierto lo entiendan. E incluso sin haberlo vivido, estas páginas harán lo que las transfusiones: coger una vida ajena y hacerla circular por el cuerpo lento de nuestros apaleados afectos.
En este libro McEwan cuenta la historia de Flowerence y Edward. Tienen poco más de veinte años y se conocieron en una manifestación en contra de las armas nucleares. Florence es una chica de clase media alta. Edward, en cambio, pertenece a una familia que vive en la zona baja de la clase media. Ambos son inocentes, y vírgenes, y tras un largo cortejo se han casado. Es un día de julio de 1962, y el tsunami de la revolución sexual no ha llegado a Inglaterra. Edward y Florence van a pasar su noche de bodas en un hotel junto a Chesil Beach. Y lo que sucede esa noche es la materia con que McEwan construye su chejoviano, terrible mapa de una relación atascada en el amor y el sexo época justamente en una época en la que nadie habla, ni se toca, ni se grita.
De su trilogía mítica dedicada a la metamorfosis, ésta es la novela más hermosa que Andrea Camilleri haya escrito. El guardabarrera fue la primera, a ésa siguió El beso de la sirena y, finalmente, La joven del cascabel. Ésta, la que nos ocupa, es devastadora y perfecta. Inmensa, agotadora y tranquilizadora, como un llanto. Eso es El guardabarrera. Nino Zarcuto y su mujer, Minica, viven en una modesta caseta amarilla, junto a un pozo y a un olivo sarraceno, en medio de un paisaje árido, acariciado por el cercano mar y por la luz. Se aman, son felices y, tras algunas dificultades, por fin están esperando un hijo.
Corre el año 1942 y la violencia es un torbellino vertiginoso que engulle a los dos cónyuges y se lleva al hijo que esperaban. Minica no cesa en su empeño de ser madre. Y acaso enceguecida por su impulso, está convencida de que puede, como Dafne, convertirse en árbol, echar raíces y dar frutos. Su marido la secunda, amoroso y solícito, con la esperanza de que ese hijo llegue, pese a las sacudidas de la muerte y de la guerra. Un final inesperado, urdido con belleza, convierten este libro en un inesperado regalo, un diamante que brilla bajo el tedio estival. El libro ha sido publicado además en España por Destino, que tiene un cuidado especial para publicar estas esmeradas ediciones.
"La primera vez que la palabra Belleza aparece en La muerte en Venecia alude a San Sebastián, santo lánguido y apolíneo, lacerado por múltiples dardos y espadas, grácil en medio de la tortura", asegura Margo Glanz. Eros. Fugaz, lánguido, efímero: como lo bello, como el verano. Thomas Mann la escribió en 1912 y fue publicada año siguiente. Es una historia brevísima pero fulminante, diseñada con la pulsión y el delirio de quienes se sienten marchitos. Gustav von Aschenbach, destacado escritor alemán de edad madura, ha llegado a Venecia buscando, o eso cree él, la inspiración perdida.
Ya instalado en el hotel, Aschenbach se interesa por un adolescente, Tadzio, un chico dotado de una belleza extraordinaria, quien termina convirtiéndose en objeto de silenciosa adoración para el escritor, que teme acercarse por temor a ser rechazado. Aschenbach experimenta la fascinación de aquellos que ensalzan la belleza pero se sienten incapaces de reproducirla, como quien adquiere un conocimiento defectuoso. La muerte ronda a Aschenbach y anticipa un desenlace que habrá de terminar, claro, con el broche del tiempo que sólo puede transcurrir hacia adelante. Atrás queda, marchitándose, la vida, la belleza, el verano.
Crespuscular, sin duda, La mancha humana, Philip Roth. Escrita en el año 2000, La mancha humana es la historia de una demolición: el sueño americano and beyond, cayéndose a trozos como un cuerpo leproso en una sopa caliente. Todo ocurre en el verano de 1998, en pleno escándalo sobre Mónica Lewinsky, la becaria de la Casa Blanca que llevó al banquillo moral al entonces presidente Bill Clinton. En este caso, algo parecido le ocurre a Coleman Silk, decano de universidad, quien ve cómo su reputación y su carrera se vienen abajo a raíz de una desafortunada expresión. Sin embargo, eso será sólo el inicio de una tormenta que arrastrará a su familia, sus amigos, si profesión. La sociedad políticamente correcta que disfruta con el despellejamiento. Una caza de brujas que Roth convierte en gran argumento literario.
Cierra esta selección 'Antigua luz', de John Banville. Es la versión no negra del irlandés, que se reparte entre Benjamin Black y Banville. En Antigua luz, el escritor narra la historia de Alex Clave, actor de teatro –el mismo personaje que aparece en la novela Eclipse(2000) al perder la memoria de golpe en el escenario-, quien en esta oportunidad trae al presente su romance adolescente con la señora Gray, la madre de su mejor amigo. En medio de una trama donde el pasado es el personaje central, Alex reconstruye aquel apasionado verano de los cincuenta, a la vez que en el presente, junto a la vulnerable actriz Dawn Devonport,participa en el rodaje de una película sobre la vida del crítico Alex Vander–que ya aparecía en Imposturas (2002)-. Asediado por el recuerdo, Clave se sincerará con Devonport sobre la pérdida de su hija Cass, una chica brillante y enferma, quien decide quitarse la vida arrojándose desde un acantilado.
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