El palacio de Guillermo de Orange, llamado el Taciturno, estaba en Bruselas, a 20 kilómetros del palacio de Puigdemont en Waterloo. Esa cercanía alimenta sin dudas las fantasías del catalán, al que le gustaría pasar a la Historia como el gran rebelde, tal y como lo hizo Guillermo en su tiempo. Este príncipe de la casa de Nassau capitaneó, en efecto, la rebelión de los Países Bajos, donde entró con un ejército de mercenarios en 1568. Fracasó en el campo de batalla, pero triunfó en el de la propaganda política, pues fue él quien dio forma a la Leyenda Negra que, desde el siglo XVI, ha sido un lastre para las relaciones exteriores de España, e incluso ha provocado un morboso sentimiento de culpa, rayano en el masoquismo, entre los propios españoles.
Aparte de estigmatizar a España para los siglos venideros, puede decirse que Guillermo de Orange fracasó en sus objetivos. No logró la independencia, y en cambió inició la terrible Guerra de los Ochenta Años, con el costo humano, político y económico que un conflicto tan largo supuso para los Países Bajos. Al final sólo la independencia de siete de las diecisiete provincias fue reconocida por España en la Paz de Westfalia de 1648. En realidad eran las provincias de religión protestante, lo que hoy es Holanda, las católicas que forman Bélgica permanecieron leales a España. Y, detalle no sin importancia, Guillermo el Taciturno moriría asesinado por un agente doble, tentado por la recompensa que Felipe II había ofrecido por la cabeza del rebelde. Una forma de eurorden más eficaz que las de ahora.
La apología
El momento clave de la campaña publicitaria fue la aparición de la Apología de Guillermo de Orange (1581), que convirtió a Felipe II en un tema fijo de la Leyenda Negra, junto a la Inquisición, el plan de dominio del mundo de España o la “crueldad innata” de los españoles. La Apología inventaría todos los vicios y crímenes imaginables para Felipe II, incluido el asesinato por celos de su hijo y su esposa.
Lo notable del caso no es tanto que los románticos como Schiller, o el más popular compositor de óperas, Verdi, se sirvieran de tan escabroso argumento en sus Don Carlos, sino que en España se aceptase esa imagen de “demonio del mediodía”, un Felipe II torvo y siniestro. Los grandes monarcas de la época no eran santos, pero los ingleses respetan la figura de Enrique VIII, pese a que decapitase algunas esposas, y los franceses tienen en un altar a Luís XIV, prototipo de rey absoluto. Sólo los españoles vituperamos a Felipe II.
Reafirmando lo anterior, la segunda obra impresa capital para la Leyenda Negra la escribió un español, se trata de la Brevísima historia de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas. Este fraile denunció la explotación a que eran sometidos los indios por los primeros colonizadores españoles en un informe dirigido a Carlos V, denuncia que fue tenida en cuenta y daría lugar a leyes de protección de los indígenas, pero la Brevísima historia… se utilizó como demostración de un inexistente genocidio general en América. Un filósofo muy popular a principios del siglo XX, Oswald Spengler, escribía en La decadencia de Occidente la siguiente sarta de sandeces:
“Aquellos pueblos con su política elevada, su hacienda en buen orden y su legislación progresiva [los aztecas practicaban sacrificios humanos masivos y el canibalismo], con ideas administrativos y hábitos económicos que los ministros de Carlos V no hubieran comprendido jamás [los indios no habían descubierto la rueda, ni el hierro, ni el bronce, vivían estrictamente en la Edad de Piedra a la llegada de los españoles], con ricas literaturas en varios idiomas [tampoco conocían la escritura, lo que se define como Prehistoria]… todo eso sucumbió por obra de un puñado de bandidos”.
La segunda obra impresa capital para la Leyenda Negra la escribió un español, se trata de la Brevísima historia de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas.
Los bandidos, sin embargo, no exterminaron a los indios, como demuestra la gran proporción de población nativa que hay en México, Bolivia o Perú. En cambio sí que hubo exterminio masivo en Estados Unidos –sólo queda un 1 % de nativos en la población total de EEUU- o en la Argentina independiente, donde fue total.
Frente a la dejadez general, casi complacencia, de la sociedad española ante la Leyenda Negra, ha habido siempre algunos historiadores o intelectuales luchando contra los tópicos. Recientemente ha aparecido La sombra de la Leyenda Negra, donde se implica una nutrida representación de la historiografía española, bajo la dirección de María José Villaverde y Francisco Castilla, y el libro Imperofobia y Leyenda Negra, de Elvira Roca Barea, se ha convertido casi en un bestseller.
Merece mención un adelantado de la historiografía contemporánea, Julián Juderías, de expresivo apellido en cuanto a su origen, quien acuñó el nombre que define la sarta de calumnias históricas, con la publicación en 1914 de La leyenda negra y la verdad histórica. Por ironías de la Historia, Juderías falleció en 1918 a causa de la pandemia de gripe que se extendió por todo el planeta hacia el final de la Primera Guerra Mundial. En todas partes regía en ese momento censura de prensa debido a la guerra, por lo que no se dieron noticias del fenómeno. Sólo en España, que no entró en la contienda, había libertad de prensa, y aquí aparecieron las primeras noticias de la epidemia, por lo que todo el mundo la llamó “gripe española”. Un clavo más para el ataúd de nuestro prestigio que es la Leyenda Negra.
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