Cuando Richard Wagner comenzó su tetralogía El anillo del Nibelungo tenía 33 años; tardó otros 26 en acabarla. Pablo Heras Casado la escuchó en la última butaca del Festspielhaus de Bayreuth, a sus veinte; tuvieron que pasar otros veinte más antes de dirigirla. Lo hizo en 2019 con El oro del Rin (Das Rheingold), la primera entrega del ciclo wagneriano inspirado en la mitología germana y que continúa ahora con La Valquiria.
Hasta el 28 de febrero podrá verse en el Teatro Real de Madrid la segunda entrega de la tetralogía, que será dirigida en su totalidad por Pablo Heras Casado. La producción completa recupera el montaje original ideado para la ópera de Colonia por el canadiense Robert Carsen, del que ya pudo verse El oro del Rin la temporada pasada, continúa con La Valquiria y se completará con Sigfrido, en 2021, y El ocaso de los dioses en 2022.
El anillo del Nibelungo no se había escenificado en Teatro Real desde su reinauguración en 1997. La última versión del ciclo se representó entre 2001 y 2004 en una coproducción del Real con la Semperoper de Dresde. De ahí la importancia de esta recuperación programada por Joan Matabosch. La tetralogía pone de manifiesto cómo la música prevalece en el tiempo, incluso a pesar de un montaje que emborrona su espíritu.
La Tetralogía de Wagner se recrea en la leyenda del tesoro que reposa bajo las aguas del Rin. Dividida en cuatro óperas que componen una total, El anillo del nibelungo opone fuerzas de igual intensidad: la del poder humano y el de la naturaleza, expresados en una serie de episodios y personajes. Así como El oro del Rin, Wagner anticipa y despliega los personajes y temas del ciclo, La Valquiria los abate.
Si en esa primera entrega Wotan, el más poderoso de todos los dioses, se dirigía hacia el Walhalla en medio de una blanca nevada, en La Valquiria cierra atravesando el fuego con el que rodea a Brünnhilde, su hija y valquiria preferida. Las luchas entre los miembros de su Olimpo con los gigantes y los enanos (Nibelungos), símbolo de las fuerzas del mundo, estallan con una fuerza musical prodigiosa, que no consigue una traducción escénica.
El castigo al que es sometida Brünnhilde, recae sobre ella por desobedecer a Wotan al tratar de salvar de la muerte a Sieglinde, cuyo amor incestuoso hace de contrapunto al poder y la ambición de un mundo en el que hasta la nieve se ensombrece. El mito de las valquirias abre a ventana a la tragedia de cómo el tesoro de los Nibelungos envilece a quienes lo poseen o lo persiguen. Su poder simbólico sintetiza esa lucha.
Es justo por ese motivo que el montaje de Carsen, arrancado de todo lo mitológico, descontextualiza el poder simbólico de la obra de Wagner. El defecto escénico, sin embargo, enriquece la música: la pobreza visual del montaje magnifica la melodía. A medida que el escenario languidece, la música se crece en el foso en el que Pablo Heras Casado magnifica a un Wagner que no acepta escalas.
Wagner, escribió Baudelaire, pensaba de una manera doble, poéticamente y musicalmente. Por eso aún resuena como un estruendo. Ciclópea, de una naturaleza prolongada al mismo tiempo que duradera, la Tetralogía de Wagner goza de una potencia orquestal que anticipa no la lucha por el poder y la ambición que intenta profetizar Carsen vistiendo a los dioses de soldados, sino la capacidad de concebir la ópera como la síntesis del arte total. Y eso es lo que obvia el montaje del canadiense.
No es la primera vez que ocurre, ya lo hizo con el Idomeneo, Rè di Creta, una ópera que Mozart escribió a los 25 años y cuyo trasfondo original, las luchas homéricas entre griegos y troyanos, Carsen trasladó a una isla del Mediterráneo. Es decir, transplantó las luchas y tensiones humanas y mitológicas a un enfrentamiento entre un ejército y bandas de deportados, refugiados y víctimas de guerra. Lo homérico con una subametralladora se estropea, desaparece. Pues lo mismo ha ocurrido con La Valquiria.
El influjo de musical de Wagner tuvo su expresión musical en Mahler y Schoenberg, pero también sobre el pensamiento y la literatura: desde filósofos como Schopenhauer y Nietzsche, hasta escritores como Thomas Mann. Si Wagner exploraba la conexión con la identidad -cuando comenzó la tetralogía el compositor estaba exilado en Suiza tras el alzamiento de Dresde-, Carsen aporta una declinación contemporánea que ya estaba implícita en la pieza y que en lugar de aportar, confunde. Wagner, sin embargo, goza de potencia suficiente para corregir el envejecimiento del montaje.
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