Cultura

'Asteroid city': vuelven la simetría perfecta de Wes Anderson y sus autómatas

El cineasta texano recurre de nuevo a un elenco repleto de rostros famosos como Tom Hanks o Scarlett Johansson en su película rodada en Chinchón

Una de las escenas más icónicas del cine de Wes Anderson es aquella de su célebre película Los Tenenbaums (2001), en la que Richie Tenenbaum, personaje que interpreta Luke Wilson, un alma atormentada y tenista frustrado, se encierra en el baño y, después de afeitarse y cortarse su melena, saca la cuchilla y trata de cortarse las venas, todo mientras suena Needle in the hay, de Elliott Smith. Aquella escena dramática y triste pasa en un abrir y cerrar de ojos a la dimensión más hilarante, con unos personajes peculiares y llamativos siempre al borde de la incredulidad.

De manera irremediable, uno busca en cada nueva película de este cineasta algo de aquella magia, de aquel juego de equilibrios entre lo emotivo y los desconcertante con el que Wes Anderson desembarcó en el cine con Bottle Rocket (1996) o Academia Rushmore (1998) y continuó con esta familia de inadaptados que, a pesar del ensimismamiento en su mundo de millonarios, invitaba a reflexionar sobre los nexos familiares desde la perspectiva más excéntrica.

Sin embargo, más allá de reivindicar su imaginario de colores pastel, simetrías perfectas e inmaculadas, un elenco borracho de rostros conocidos y una estética vintage, da la impresión de que el cineasta texano se aleja cada vez más en sus nuevos proyectos de su posibilidad de emocionar, y la extravagancia se ha comido la humanidad de los personajes.

Asteroid city es el título de la nueva película de Wes Anderson, que tuvo su puesta de largo en la pasada edición del Festival de Cannes y que se estrena en los cines españoles este viernes. Como en ocasiones anteriores, el reparto está trufado de grandes nombres, en una competición por superar al proyecto anterior: Jason Schwartzman, Scarlett Johansson, Tom Hanks, Adrien Brody, Tilda Swinton y Bryan Cranston, por citar solo algunos.

Da la impresión, por momentos, de que ha antepuesto la narración a la emoción y, entretanto, se ha olvidado de conectar, algo que tan bien se le dio en sus mejores películas

Si bien La crónica francesa, su anterior película, giraba en torno a tres historias correctas, entretenidas aunque demasiado frenéticas y agotadoras, en esta ocasión, la trama es más sencilla: en una población desértica de Estados Unidos en torno a 1955, una convención de jóvenes aspirantes a astrónomos organizada tanto para los estudiantes como para sus padres, se ve interrumpida por varios extraños acontecimientos que no solo afectarán a estas familias, sino también al mundo entero.

El problema, sin embargo, parece el mismo que en su anterior título. Wes Anderson, en su lógica interna, solo muestra personajes que se asemejan más a unos autómatas sin posibilidad de albergar alma alguna que a individuos de carne y hueso, como los maniquíes de las pinturas de Giorgio de Chirico. Tienen problemas, traumas, miedos y dudas, pero parecen más cercanos a la impostura de una inteligencia artificial que a cualquier persona con la que uno se haya cruzado jamás.

Da la impresión, por momentos, de que ha antepuesto la narración a la emoción y, entretanto, se ha olvidado de conectar, algo que tan bien se le dio en sus mejores películas, en las que no obstante no prescindió de los personajes más marcianos y estrambóticos. De nuevo, aparece la nostalgia de quien echa de menos también The Life aquatic (2004), la deliciosa aventura adolescente Moonrise Kingdom (2012) o Isla de perros (2018), una de sus cintas de animación en "stop-motion".

Wes Anderson y la fórmula

Esta Asteroid City, ambientada en un escenario árido que fue recreado en la localidad madrileña de Chinchón, vuelve a caer en la misma tentación que su anterior trabajo, La crónica francesa, y no parece que el cineasta vaya a cambiar de rumbo. Da la impresión de que Wes Anderson es militante de su propio cine. Exagera, riza el rizo, y parece que se ha convertido en un radical de su propio cine. No es algo necesariamente malo, pero parece que sus formas limitan el mensaje y, con ello, la capacidad de empatizar con el espectador.

Esa obsesión en sus propias formas trae consigo reacciones incluso extremas por parte de la crítica, según se pudo comprobar tras su proyección en la pasada edición de Cannes, aunque, por qué no decirlo, bastante exageradas y cuesta entender qué molesta tanto de un cineasta que ha encontrado una voz propia, tan metódico en el diseño de cada fotograma, incapaz de diferenciar entre la vida real y la animación en su hiperrealismo. Sin embargo, la excusa de la autoría no puede ser suficiente cuando la fórmula hace tiempo que empezó a empalagar. Quizás no es cansancio, sino empacho.

No parece que Wes Anderson vaya a cambiar el rumbo de sus propuestas, que tampoco le va tan mal y que ha ganado adeptos con una fijación casi religiosa. En realidad, tampoco hace falta si le funciona, si el resultado es más o menos entretenido. Aquí, a diferencia de su predecesora, el resultado no es tan agotador, incluso a pesar del juego de matrioshkas del guion, en el que un grupo de actores interpretan una obra de teatro para la televisión. La saturación no existe y la música es deliciosa, así que, aunque por momentos un poco aburrida, es una buena película de Wes Anderson.

Sin embargo, el romanticismo parece impostado y uno busca sin éxito que llegue en algún momento el placer. El equilibrio entre el drama y la ligereza que consiguió en Los Tenenbaums parece haberse perdido por completo en una repetición y en un puro cliché. Wes Anderson se presentó como un director original, encontró la fórmula, pero la fórmula parece haberlo devorado.

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