Cultura

El integrismo 'woke' visto desde "La naranja mecánica"

No estamos tan lejos de lo que La naranja mecánica anticipó hace ya cincuenta años. Sustituyan la violencia por cualquiera de las nuevas acepciones que hoy recibe el Mal y

No estamos tan lejos de lo que La naranja mecánica anticipó hace ya cincuenta años. Sustituyan la violencia por cualquiera de las nuevas acepciones que hoy recibe el Mal y podrán intuir hasta qué punto la novela de Anthony Burgess y la película de Stanley Kubrick resultaron proféticas. El estreno de un documental sobre sus primeras proyecciones en España en la Semana de Cine de Valladolid (Seminci), que se titula La naranja prohibida (Pedro González Bermúdez), da pie a una doble reflexión: sobre el libre albedrío y la libertad, y sobre la censura y sus nuevos paradigmas. ¿Realmente el integrismo woke es tan distinto del Programa Ludovico? ¿No buscan ambos, aunque sea por medios diferentes, extirpar el mal, e imponer el bien, al margen de la libertad de elección? Es más, ¿no es incluso peor el primero, dado que se proyecta sobre males discutibles -de creencias- mientras Ludovico buscaba erradicar males que todos reconocemos como tales, como la violación o el asesinato?

Dos reflexiones de Carlos Marín-Blázquez, extraídas de su recomendable ensayo aforístico Contramundo, nos proporcionarán un primer marco para adentrarnos en esta aventura. La primera: “El poder ya no ambiciona tanto reprimir externamente como trabajar para que cada conciencia tenga su propio gendarme”. Y la segunda: “El irresistible poder de coacción del grupo es el gran hallazgo sociológico de nuestros contemporáneos”. Unan ambas y tendrán una descripción casi perfecta del izquierdismo woke y de su extraordinario poder de intimidación y coacción. Y también podrán empezar a hacerse una idea del nuevo Método Ludovico -sin química, ni terapias conductistas- mediante el que los nuevos representantes de la bondad pretenden imponer el Bien, entre comillas, aún en contra de la voluntad y libertad de los individuos.


Para quienes no tengan la película de Kubrick fresca, recordemos de forma sucinta su argumento. Álex (Malcolm McDowell) lidera una banda de delincuentes juveniles que se caracteriza por despreciar cualquier límite moral: roban, golpean a mendigos, violan a mujeres y obligan a sus maridos a verlo, e incluso llegan al asesinato. Cuando esto último ocurre, Álex es detenido y encerrado en prisión, y allí descubre que puede eludir la pena si se somete a un tratamiento experimental que aplica terapias de shock para inducir un rechazo repulsivo a aquellas tendencias de la persona que se quieren extirpar. En su caso, la violencia y la agresividad sexual. El experimento no resulta tan benéfico como se esperaba, pues aparecen efectos secundarios imprevistos.

Obligados a hacer el bien

No me centraré tanto en el problema de la violencia, pese a que es central en la película, ni siquiera en la discusión de qué sea el bien, sino en el otro debate de fondo que está detrás: el de la libre elección. El sacerdote de la prisión de Alex rechaza el procedimiento Ludovico en varias ocasiones en La naranja mecánica justamente por este motivo: un bien que no es resultado de una decisión libre no tiene ningún valor ético. “Si el hombre no escoge, deja de ser hombre”, explica el sacerdote. Álex, más pragmático, replicará con cinismo: “Padre, yo no entiendo nada de los cómo, ni de los porqués. Yo sólo quiero ser bueno”. Lo que podríamos traducir como: 'No me importa renunciar a una parte de mi libertad si eso me libra de la cárcel'.

El editor estadounidense se negó a publicar la novela si no se suprimía el capítulo vigesimoprimero, donde Álex reconducía su vida hacia la estabilidad familiar gracias a su evolución

El modo como en la película se plasma ese bien externamente inducido es un tratamiento psíquico químico personalizado que da pie a algunas de las escenas más icónicas del filme, como aquella en la que Álex es obligado a ver imágenes de extrema violencia mediante un dispositivo que le impide cerrar los párpados. Pero hoy se busca algo similar mediante la coacción sociocultural y las campañas de acoso en las redes sociales. En este caso no es la violencia física o sexual lo que está en juego, sino la opinión ofensiva, lo que afecta a la libertad de expresión y de opinión. La amenaza de shock mediante acoso comunitario busca inducir la reacción preventiva de callar y no meterse en líos. Como en la película, a los inductores del Bien social les importa poco que el Mal siga dentro mientras no se atreva a manifestarse fuera. A fin de cuentas, lo que está en juego no es otra cosa que el poder. En ningún caso la verdad.

El asunto del libre albedrío es central en la novela de Anthony Burgess, publicada en 1962, si bien algo menos en la película de Kubrick, que finalmente parece asumir un cierto fatalismo. Su última escena final sugiere que el que es violento seguirá siéndolo. La razón de este sesgo la explica el propio novelista en un prólogo a su libro escrito en 1986, más de veinte años después del estreno del film: su editor norteamericano decidió suprimir el último capítulo de la novela, el 21, en el que Álex, en efecto, reconducía su vida hacia la estabilidad familiar gracias a su propia evolución personal. “Mi editor de Nueva York veía mi vigésimoprimer capítulo como una traición”, explica Burgess, y se negó a publicar la novela si no se suprimía. Esa versión, que también fue la que se publicó en España en 1976, es la que sirvió de base para la célebre película de Stanley Kubrick.

¿Somos libres?

Para ser honestos, la filosofía woke sí acepta la posibilidad de convencer a algunos. Pero asume, por encima de todo, que la posibilidad del mal no debe consentirse. Es una actitud que se percibe con claridad en el activismo climático. Por ejemplo, cuando un autor como Nathaniel Rich (Perdiendo la Tierra) explica que lo primero que un concienciado debe hacer para salvar el planeta es fustigar con su dedo acusador, sin piedad, a quienes dudan, discrepan o no colaboran; hay que acallar las voces que impiden que el Bien se abra paso. No importa aquí convencer. Silenciar es benéfico en sí mismo.

Pero tales extirpaciones tienen efectos secundarios. La película muestra que la violencia no sólo sirve para agredir, sino también para defenderse. Y a Álex, a quien se ha privado de ese recurso para evitar que cometa delitos, se le ha dejado al mismo tiempo indefenso ante la violencia de los demás. Dejo a los lectores la elucidación de los efectos secundarios que produce la castración de la libertad de pensamiento y de expresión, pues están a la vista de todos. Apuntaremos sólo la más evidente: el progresivo deterioro, incluso corrosión, del diálogo y la convivencia social. Y, además, hay que insistir, en un terreno en el que el Mal en juego no es tan evidente como en la película de Kubrick.

Por no olvidarnos de nada, hay que reconocer que el debate sobre el libre albedrío tiene hoy unas dimensiones distintas de las que tenía hace medio siglo. En la década de los ochenta, los experimentos del neuropsicólogo Benjamín Libet parecían abonar la idea de que la toma consciente de decisiones era una ilusión, que cada cosa que el hombre decide es el resultado de una combinatoria de causas y estímulos ocultos, inconscientes, previos a la actuación de la conciencia. Posteriormente, los estudios psicosociales de la corriente situacionista atribuyeron al contexto, a las condiciones socioeconómicas externas, el origen de las elecciones. Las dos líneas argumentales han sido refutadas, entre otros, por el filósofo Alfred R. Mele en su ensayo Libres: por qué la ciencia no ha rebatido la existencia del libre albedrío (Avarigani, 2017): “Si hay alguna ilusión por estos lares, es la ilusión de que existen datos científicos sólidos que prueban que el libre albedrío no existe”.

Desconfianza radical en el hombre

La cuestión no es baladí, porque están en juego no sólo el control personal sobre la propia vida, sino, como consecuencia de ello, la posibilidad de exigir responsabilidades. La filosofía woke es coherente, en cierto modo, con la negación del libre albedrío al poner el énfasis en la creación de unas condiciones externas, e internas, que induzcan a ‘elegir bien’. No podemos fiarnos de la conciencia del individuo, tan engañosa, engañada y engañable. Late también la desconfianza en la posibilidad de una verdadera libre elección en la abusiva tendencia a exculpar de cualquier responsabilidad a los desafortunados. Pero, sin embargo, lo woke no puede renunciar a los culpables, de modo que tiene que dividir el mundo entre los privilegiados (que sí son responsables) y los demás (inocentes). Pero si las teorías situacionistas y de Libet fueran correctas, los blancos ricos tendrían tan poca culpa de sus actos como los negros pobres. Lo que conduce a un callejón sin salida que lo woke intenta resolver con el apriorismo de que la posición de privilegio es un mal en sí mismo. Y un mal que contagia de forma extensiva y a través de las generaciones.

No podemos descartar que el éxito actual de las creencias 'woke' se asiente en una desconfianza radical sobre el hombre

En cambio, la otra convicción: la de que tenemos capacidad para decidir sobre nuestras vidas, es beneficiosa para el individuo, tal como probó un estudio de Dweck y Molden de 2008. “Si uno se considera responsable de las acciones que realizará en el futuro, se concebirá como alguien que tiene las habilidades y capacidades de las que depende la responsabilidad y, por lo tanto, como alguien que tiene un control considerable sobre lo que hace”, explica Alfred R. Mele. “Tal como yo veo las cosas, este punto de vista es mucho más exacto que el que nos retrata como seres que están totalmente a merced de fuerzas que escapan a nuestro control. Aún más, hay evidencia de que la creencia en el libre albedrío promueve el bienestar personal”.


Pese a Mele, no podemos descartar que el éxito actual de las creencias woke se asiente en una desconfianza radical sobre el hombre. No sólo sobre su capacidad de decidir bien, que debería ser tutelada, sino incluso sobre la posibilidad misma de que pueda optar. Desde este punto de vista, el abrasivo bombardeo sociocultural y la intensiva coacción social serían procedimientos lícitos. Si la libertad es una ilusión, no hay ninguna razón por la que deba ser respetada, más allá de lo que, por puro interés o conveniencia, aconsejen las apariencias de la vida democrática.

El engaño a Kubrick

El documental La naranja prohibida nos ilustra sobre el otro aspecto de la cuestión: la evolución de las formas de censura. La obra de Pedro González Bermúdez muestra las dificultades que tuvo la película para estrenarse en la España de 1975, y rinde homenaje al papel jugado por el festival de cine de Valladolid durante el franquismo. La Seminci fue una persiana de apertura por la que se colaron directores y películas conflictivas a partir de una creencia firme en el valor del arte en sí mismo.

La proyección en la Seminci recibió una amenaza de bomba y el director pidió a la policía que no pararan la proyección

La película recuerda la intrahistoria de aquellas proyecciones, incluyendo la paradoja de que, cuando el régimen había dado ya su plácet, necesitado de abonar una idea de apertura, fue el propio Kubrick el que se negó a que su película se proyectara en el festival de Valladolid, lo que obligó a su director a engañarle diciéndole que su película se exhibiría en la Universidad. Lo que, después de todo, no fue exactamente incierto, pues fueron los universitarios quienes abarrotaron de facto las proyecciones.

La memoria del estreno incluye, además, un momento impactante. Cuando, tras muchas peleas y gestiones, La naranja mecánica se estaba viendo, al fin, en el Teatro Carrión de Valladolid, se recibió una amenaza de bomba. El director del festival entonces, Carmelo Romero, recuerda haberles dicho a los agentes de policía presentes en el cine que la proyección no se iba a suspender en ningún caso, y que asumía toda la responsabilidad. “Entonces eran frecuentes los falsos avisos de bomba para sabotear actos culturales”, recuerda Romero, quien luego sería director del Instituto de Cinematografía y del Festival de Cine Español de Málaga. “Pero tengo que reconocer que asumí un riesgo grande, y que, a día de hoy, no lo haría”.

Carmelo Romero, que, como sus predecesores, empujó siempre que pudo del lado de la apertura, declara en el film: “Aborrezco la existencia de la censura. Aquella (la franquista) era más brutal y dura, pero menos sutil que lo que puede suponer hoy aceptar la censura de costumbres y hábitos de lo políticamente correcto. Ante toda actividad cultural, la libertad es fundamental”.

¿Qué piensan los jóvenes de 2021?

El documental La naranja prohibida da buena cuenta de ello en la que, sin duda, es una de sus mayores aportaciones: poner de manifiesto cómo hoy se admiten con naturalidad cortapisas a una libertad que costó mucho conquistar. La película lo logra al contraponer la mirada de algunos de aquellos primeros espectadores vallisoletanos de 1975 con la de jóvenes de hoy, desconocedores de la obra de Kubrick, y convocados para la ocasión para verla y opinar. Para los primeros, la posibilidad de ver La naranja mecánica -por la que se hicieron larguísimas colas durante día y medio, pasando la noche en la calle con sacos de dormir- era, ante todo, una conquista de espacios de libertad. Luego, la obra podía gustar más o menos. Eso era secundario. Algunos asistentes, como la periodista María Aurora Viloria, la vieron “tremendamente divertida”; no faltaron quienes se taparon los ojos, al no poder soportar su violencia; y otros, como el escritor Gustavo Martín Garzo, destacaron su fuerza visual y su condición “tremendamente perturbadora”.

Casi todos los jóvenes entrevistados en el documental piensan que algo así no se toleraría hoy y no acompañan esta constatación de ningún lamento o protesta

Se trata de una perturbación que nacía de la única indicación que Kubrick dio al actor protagonista. “La instrucción que yo recibí”, explica Malcolm McDowell, “es que debía interpretar a un ser inmoral, a un violador y un asesino, y tenía que lograr que el público simpatizase con él. Que estuviera a favor de Álex”. Es la antítesis de una posición moral, y, por ello, justamente ahí, en esa inversión, la película abría la posibilidad de que el espectador pudiera mirar a la cara un mundo pulsional no tan ajeno y, quizás, verse confrontado con una cierta verdad incómoda.

Pero si los espectadores de 1975 vieron La naranja mecánica como un hito de apertura, en una época en la que, por ausencia de plena libertad, estaban claras las prioridades, el público joven de hoy la interpreta, al parecer, de un modo bastante diferente. Aprecia, desde luego, sus cualidades artísticas, pero aparecen al tiempo otros comentarios. “Me parecería muy atrevido que se hiciera ahora”. “Actualmente no sería recibida igual, no sería aceptable”. “No creo que hoy se pudiera rodar”. Casi todos ellos tienen interiorizada la idea de que algo así no se toleraría hoy. Y no acompañan esta constatación de ningún lamento o protesta.

Incluso el escritor Vicente Molina Foix, que ejerció de traductor de la película en aquel lejano 1975, lo admite: “Es posible que hoy no se pudiera hacer porque los productores pensaran que no era políticamente correcta”. Es una sensación que puede ser acertada o no, pero que se repite ante algunas obras maestras incómodas del pasado (del caso de Crash, de David Cronenberg, nos ocupamos en este otro artículo) y que delata que hoy la censura no necesita de la maquinaria estatal para abrirse paso. La pregunta se impone: ¿qué es preferible, que el gendarme esté fuera o dentro? Y si está dentro ¿es por elección o por temor?

La de hoy es una censura sin rostro, sin un Franco al que apuntar, que pone en cuestión el tópico biempensante del progreso moral. Una censura real, interiorizada, insidiosa, como si la sociedad entera hubiera sido sometida a un programa Ludovico de media intensidad que les provocaran reacciones pavlovianas de autodefensa ante determinados estímulos. “Está muy bien, pero hoy… No, hoy no podría ser. Hoy esa película sería inconcebible”.

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