Cultura

María Zambrano, la pensadora de nuestras “soledades en convivencia”

Cuenta María Zambrano (1904-1991) que, todavía siendo muy joven, sugirió a su padre la idea de dedicarse a la música. Araceli, la madre, llevaba a la pequeña a todo tipo

  • La filósofa María Zambrano

Cuenta María Zambrano (1904-1991) que, todavía siendo muy joven, sugirió a su padre la idea de dedicarse a la música. Araceli, la madre, llevaba a la pequeña a todo tipo de conciertos públicos cuando, desde Vélez-Málaga, la familia se trasladó a Segovia; la mayor ilusión de la pequeña se cifró entonces en convertirse en una virtuosa del piano, en la Clara Schumann del siglo XX. El progenitor, maestro experimentado y temeroso de que su hija no tuviera un futuro asegurado, recomendó a María que optase por una vía más práctica. Ella quedó algo confundida, pues no entendía que su vocación no pudiera darle de comer. Tras una conversación en la que salieron a relucir los instintos naturalmente intelectuales de la futura escritora, cuya infancia transcurrió entre libros y acordes, se decidió que Zambrano –“por descarte de todo lo demás”– optara por la filosofía, si bien Blas, el padre, no dejó de advertirle que “con eso tampoco se puede llegar muy lejos”.

A lo largo de su fecunda carrera como escritora, María Zambrano nos ofreció una de las definiciones más íntimas y certeras de ser humano: somos “soledades en convivencia” marcadas por un permanente sentimiento de inquietud, y que intentan, a cada paso, no sucumbir al miedo ante lo desconocido. Toda biografía es un viaje, un tránsito, un peregrinaje. También lo fue, como ninguna, la de la filósofa andaluza, como queda fantásticamente retratado en un precioso y reciente libro de Nadia Terranova (ilustrado por Pia Valentinis) que lleva por título Siempre estuve aquí (Kalandraka), donde leemos: “Ella, que había tenido que vivir lejos de su país, no es otra cosa que la España que ha resistido y todavía resiste. […] Mientras tanto, en aquel lugar eterno que es la memoria, la filósofa María Zambrano nace y desnace, escribe y reescribe, se va y vuelve a ir. Atraviesa España, Europa, América Latina y el mundo entero; cada lugar le pertenece y ella pertenece a cada lugar”.

En uno de sus escritos más compendiosos, Hacia un saber sobre el alma, la pensadora malagueña defendía que la vocación es aquello que no se puede dejar de hacer incluso cuando se ha querido dejar de hacer. La vocación como impulso irreprimible, la vocación como motor incandescente de pensamiento y acción. En cualquier caso, y a pesar de aquella poco alentadora recomendación paterna, María Zambrano nunca dejó de lado la música, y puede decirse que su labor filosófica fue, igualmente, una labor musical, en la que filosofía, melodía y armonía se dan la mano.

Tal vez como reacción a aquel primer encontronazo con las asperezas utilitaristas de la existencia, Zambrano dictaminó que la tarea que se deben proponer el pensar, la reflexión y la filosofía es la de “saber de oído”, o dicho de otra forma, dejar hacer a la contemplación en la que, poco a poco, emerge la verdad. Vieja noción griega, alétheia (αλήθεια): el aparecer de la naturaleza, de la physis (φύσις), que se desoculta paulatinamente en un continuo desvelamiento. No por casualidad fue una gran lectora de san Juan de la Cruz.

Zambrano y "morir estando vivo"

La filosofía es, a juicio de Zambrano, un saber musical, un saber que se deja escuchar en las honduras del ánimo y del sentimiento, y que emerge hasta la razón, que intenta comprender esos efluvios emocionales, irracionales y en definitiva poéticos –creadores y creativos– de la realidad. Sólo a través de este proceso es como el pensamiento se hace germen y semilla, es como elude lo anquilosado de la árida definición. De haberla, la verdad emerge de una silenciosa quietud en la que el alma se libera de la angosta prisión del concepto. “Se puede morir estando vivo”, anotó Zambrano, y, en efecto, se muere de muchas maneras, pero la peor y más asfixiante es la que cierra las posibilidades de ser, la potencia de inventarnos, de proyectarnos en lo posible.

Somos seres musicales, los únicos animales que reparan en el sonido de sus pulmones, de su corazón. El aire que se inhala y exhala lleva implícito un ritmo, una cadencia, así como el corazón, en su continua sístole y diástole, expone el ritmo de una vida. Ritmos. Tonos. Acentos. Entonaciones. No hay mayor traición al prójimo, apuntó Zambrano, que el deseo de querer imponer al otro nuestro propio ritmo. Pues cada día es un renacer, una nueva “herida en el ser”, y “hay que aprender a soportarlo”. Sin imponer y más bien componiendo, acompasándonos con ritmos que no son los nuestros.

Vivimos tiempos de crisis, que a juicio de la pensadora malagueña son el suelo más propicio para pensar y pensarnos

En Delirio y destino, su autobiografía escrita en tercera persona y, sin duda, una de las cimas de su obra ensayística, Zambrano aludía –con ecos schopenhauerianos y freudianos– a que nuestra existencia se cifra en “un ímpetu, una avidez. Vivir es anhelar y bajo el anhelo la avidez, el apetito desde lo más adentro, el hambre originaria. Hambre de todo, hambre indiferenciada”. Justamente, son la música y la filosofía los puentes que la vida tiende hacia lo misterioso; sólo ellas sacian esa “hambre de ser” y nos permiten llenar nuestro “vacío metafísico”. Es así como podemos acceder al “mar sin límite de las vibraciones de la vida”.

Expresiones muy bellas y evocadoras de Zambrano que quizá hoy suenen algo alambicadas, acaso anacrónicas, a ciertos sectores políticos, pues son expresiones que claman con justicia por satisfacer una universal necesidad de sentido que suscitan asignaturas como la Filosofía en la educación secundaria, últimamente denostada, cuestionada y al borde de desaparecer de la enseñanza obligatoria. Vivimos tiempos de crisis, como los que tocó en suerte a la pensadora malagueña (“época de las catacumbas”, lo llamó), y es la oscuridad la que precisamente, y a su juicio, brinda el suelo más propicio para crear nuevas oportunidades de pensar y pensarnos. Para no “resbalar” por la vida como inocentes marionetas, para no ser manipulados.

Devorada por la nostalgia

Existe un texto muy poco conocido, que Zambrano redactó en 1937 –en plena guerra civil española–, en el que nuestra filósofa se muestra muy tajante a este respecto, pero, a la vez, dulcemente aleccionadora. Dicho texto, que bien podría tomarse como el más urgente imperativo zambraniano, reza así: “El pensamiento es función necesaria de la vida, se produce por una íntima necesidad que el hombre tiene de ver, siquiera sea en grado mínimo, con qué tiene que habérselas, por ser la vida algo que tenemos que hacernos y no regalo cumplido y acabado, por estar rodeada la misteriosa soledad de cada uno de cosas y aconteceres que no sabe lo que son, y por haber destrucción, muerte y sinrazón, es necesario –y hoy más que nunca– el pensamiento”. Tome nota quien tenga que tomarla. Ese “hoy más que nunca” es, por supuesto, también hoy. Nuestro hoy. Ahora.

“Siempre estuve aquí”: palabras que empleó Zambrano cuando le preguntaron si alguna vez perdió la esperanza de volver, para aludir a la sensación de no haber abandonado nunca su tierra natal a causa del exilio, de la dictadura franquista, de los totalitarismos, de la barbarie ideológica que cercena y extingue cualquier atisbo de libertad. El exilio de la malagueña fue una conquista: la de su propia tierra, que fue la música, primero, la filosofía, después, y el mundo entero, al fin. “El planeta entero es nuestra casa”, había escrito en Persona y democracia, pues “no es el destino, sino simplemente la comunidad –la convivencia– lo que sentimos nos envuelve: sabemos que convivimos con todos los que aquí viven y aun con los que vivieron”. Y cabría añadir: con los que vivirán.

Sí. Hay muchas formas de morir. Pero sólo una de morir en vida. Y esa es, para Zambrano, la de quien se encuentra “devorado por la nostalgia” de espacios de sentido descuidados, “asfixiado” por la “estrechez” y superficialidad del espacio que se nos da en nuestra actualidad (el ruido, el alboroto y falta de silencio a la que nos someten las redes sociales o los informativos en forma de bombardeo periodístico). La respuesta, contundente y original, que superó incluso a la de su maestro José Ortega y Gasset, fue la razón poética, que nos empuja a permanecer siempre ávidos de realidad, a no clausurarla jamás y, al fin, a movilizar (musicalmente, rítmicamente) nuestra alma.

Porque el ser humano puede estar y situarse en la historia de muchas maneras, pero en lo fundamental se recogen en dos: pasiva o activamente. La pasividad alberga ya la derrota frente a lo establecido de una vez para siempre, encierra el sometimiento, la desilusión, y asume un fracaso definitivo. La actitud activa, al contrario, consiste en aceptar la responsabilidad del hecho de estar vivo, la necesidad de decidir, de “crear una sociedad humanizada y lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sacrificio”.

Ha llegado el momento de movilizar activamente la historia. Ha llegado el momento de tomar en serio a María Zambrano. De avanzar hacia el futuro “sin abandonarse a su vértigo”, pues “abrir camino es la acción humana entre todas”.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli