El fallecimiento de Marías con apenas 70 años, a poco de cumplir los 71, deja huérfana la novela española; siempre bajo su égida desde sus triunfos multitudinarios en la crítica de los 80 y los 90. La paradoja es que este escritor, su formación, fue lo menos castizo que podría imaginarse: Javier Marías, así, fue un producto de las canalladas de la dictadura con su padre Julián, gran discípulo de Ortega y Gasset, que debió tener una vida universitaria nómada entre América y España para mantener su familia.
Esa vida errante hizo que las primeras lecturas y mitologías de cada vástago fueran evidentemente extranjeras. Es impensable, así, el conocimiento ciclópeo del cine por parte del crítico de cine Miguel Marías sin conocer estas primeras vivencias. En el caso de Javier Marías una nebulosa anglosajona, la querencia de temas propios de Evelyn Waugh, se diluye en una obra cuya idiosincrasia está libre de cualquier atisbo de ese lacón y esdrújula que impartía Camilo José Cela en el Café Gijón. No, no podía consumir esos manjares rancios un escribidor cuya primera novela, Los Dominios del Lobo (1971), sucedía en Estados Unidos, casi parafraseaba El Cuarto Mandamiento de Orson Welles (adaptada de la novela de Booth Tarkington), y parecía una versión juvenil de Faulkner:
"La familia Taeger, compuesta por tres hijos —Milton, Edward y Arthur—, una hija —Elaine—, el abuelo Rudolph, la tía Mansfield y el señor y la señora Taeger, empezó a derrumbarse en 1922, cuando vivía en Pittsburgh, Pennsylvania. En aquella época Edward tenía veinte años y estaba casi terminando sus estudios de historia en la Universidad. Sólo le quedaba un año y quería casarse muy pronto, en cuanto acabara la carrera. Su padre, Davison Taeger, era arquitecto, ganaba mucho dinero, y lo que más le preocupaba, igual que a su esposa Grace, era tener una posición digna y estar considerado como uno de los más distinguidos componentes de la alta sociedad de Pittsburgh. En aquellos tiempos ya lo había conseguido, y daba cada mes una gran fiesta a la que asistían, generalmente, más de doscientos invitados. Fue en una de aquellas fiestas donde comenzó la catástrofe familiar".
Con el tiempo, este estilo va a alambicarse, a ganar densidad, y se pasa de la descripción sencilla a los monólogos interiores tan propios de clases pasivas. El escritor catalán Gonzalo Torné fue valiente, totalmente contrario a su generación, al reivindicar estas sinuosas subordinadas de Marías con "el empleo obsesivo y mesurado de partículas disyuntivas y adversativas".
Marías inventó cierta "novela intelectual" que fue garante de prestigio crítico en los 80, aunque jamás admitió un premio dado por el propio Estado en una rara muestra de honestidad moral
No podía ser de otro modo para un novelista que vivió sin apenas preocupaciones económicas y más bien feliz en la amplia casa que compartía con su padre. Por las tardes, todavía joven, llevaba una vida casi hippie -fue un gran admirador de Dylan- en distintas ciudades, al mismo tiempo que amigaba a la bohemia literaria de la dictadura como Vicente Molina Foix o Michi Panero. Marías, así, inventó cierta "novela intelectual" que fue garante de prestigio crítico en los 80, aunque jamás admitió un premio dado por el propio Estado en una rara muestra de honestidad moral.
Es decir, cada novela, cada obra, era un enmarañado declinar melancólico donde la sintaxis en su ahogo presagiaba la inminente pérdida. Pocos resúmenes más preclaros que el inicio de El Siglo, de 1983, donde casi abrevia gran parte de sus temas y obsesiones en apenas cinco párrafos y que siempre evocan el peso de la memoria en la experiencia vivida:
"Suena música en mi casa durante todo el día, pero cuando desciende la noche no puedo impedir que el lago, a veces enloquecido y otras sólo crepitante, se apodere de todo el sonido y me confunda con sus movimientos imaginarios. Creo descubrir en ocasiones que esas aguas tienen otra vocación, que no las hizo la Mano para permanecer estancadas, que se saben río, y mar, y rizo, y brisa, que se distraen de su dilatado destino jugando a ser lo que hoy no son pero tal vez fueron o quizá serán. Yo no las he visto bajo otra forma. Tampoco las veré, pues ya agonizo".
Un estilo que se puede llegar a parodiar y que fue además odiado por sus adversarios Francisco Umbral ("angloaburrido" lo nominó) o Manuel García Viñó; todos ellos veían a un extraño cetáceo inglés varado en playas celtíberas. Pero, no nos engañemos, Marías siempre tuvo a un capitán Achab esperando en tierra sus aventuras por el mar de las letras: Juan Benet.
El culto a región
En su malicioso libro sobre la selva literaria reciente, Gregorio Morán como particular "tarzán" pone en entredicho la novela densa de Juan Benet al que juzga "ingeniero", padre de "frustrados literarios", además de contraponerlo a su adorado Luis Martín-Santos. Evidentemente, es un juicio marxista a un novelista como Benet que rehuyó cualquier realismo social y que vivió como itinerario personal un mundo imaginado, región, donde los fantasmas de la Guerra Civil valían más que las épicas poéticas pedestres sobre la defensa de Madrid. Estas mezquindades de la tribu literaria olvidan a Marías como gran discípulo de Benet, el cual hizo de estas novelas casi sin vida, pobladas de fantasmas, un estilo literario con miles de lectores. El propio Marías recordaba a Enric González en Jot Down que Benet "fue sobre todo un maestro vital: una persona que te enseñaba a mirar, que te enseñaba a razonar, que tenía un oído finísimo para la música, que tenía un ojo extraordinario para la pintura… sabía enseñarte a ver y oír. Además, era muy divertido, a pesar de la fama de adusto que le ha quedado…".
Si en Benet el pueblo de la fantasmagoría era región, en Marías los espectros siempre volaban encima de un narrador, traductor, editor o profesor que se replanteaba su propia identidad. Es ya el Marías tardío, aquel que se consagra con Todas las almas (1989) o Corazón tan blanco (1992), pero que también buscaba rehuir de la fama: el hijo de Julián Marías siempre pretendió no ser aquella figura de masas que otros escritores de peor pluma, veían como carácter y destino. Qué absurdo, entonces, que este tipo ausente, en otros mundos, acabara siendo identificado como un "pollavieja"; es decir, un enemigo del pensamiento "woke".
Fuera del tiempo
Quizá para desgracia de alguien vivió por y para la literatura (llegó a fundar una editorial para sus amigos, recordaba un moribundo Michi Panero), Marías acabó en su vejez convertido en una figura reaccionaria para todo el magma cultural surgido dese volcán que se llamó 15M: las escritoras detestaban sus artículos deferentes de El País Semanal y los herederos del santo sepulcro de la novela social aprovecharon esta crisis para clavar todos los puñales posibles en la gran ballena de novela onanista. Todo se dijo con la mayor crueldad sobre él, con gran inquina, y esa impresión ubicua de no haber hojeado sus novelas. Pablo Iglesias llegó a llamarle, incluso, de manera ambigua "pollavieja" e Íñigo Lomana hizo el texto generacional donde juzgó a todo su grupo de "cipotudo".
Pocos leyeron, para su desgracia, sus últimas obras como Berta Isla (2017) o Tomás Nevinson (2021) donde había grandes personajes femeninos además de un espíritu del folletín, casi de John le Carré, que había poseído a un Marías cada vez más y más terrenal. Este camino queda inconcluso, para desgracia de los lectores, con su temprana muerte a los 70 años. Dejó, eso sí, en un parlamento de "Tomás…" una declaración de amor a la literatura que vale por cualquier obituario: "Sé que no he desempeñado un gran papel en tu vida, y que la mía ha discurrido aparte. Pero esto puedo decirte ahora: «Cuando seas vieja y canosa y soñolienta, y cabecees junto al fuego, coge este libro y lee lentamente, y sueña con la mirada suave que tus ojos tuvieron un día, y con sus sombras profundas»".
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