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Razones para mirar una estrella

Noche cerrada, campo abierto, cielo despejado y… lluvia de estrellas. ¿Quién no se siente conmovido por semejante espectáculo? ¿Y cómo digerirlo, qué hacer ante algo así? La ciencia, la filosofía

Noche cerrada, campo abierto, cielo despejado y… lluvia de estrellas. ¿Quién no se siente conmovido por semejante espectáculo? ¿Y cómo digerirlo, qué hacer ante algo así? La ciencia, la filosofía y el arte nos dan diferentes respuestas que, lejos de contradecirse, se retroalimentan. Nos lo explicaron el catedrático emérito en filosofía Víctor Gómez Pin y la compositora y videoartista Raquel García-Tomás durante la charla “Mirar las estrellas o el infinito azul”, enmarcada en el ciclo de CaixaForum La curiosidad salvó al gato organizado por la Obra Social ”la Caixa”.

Existen razones prácticas para mirar el cielo, como orientarnos en el tiempo. El cielo nos da la noche y el día, las fases de la Luna, las estaciones, y eso nos permite organizar nuestra vida. Pero ¿cómo se explica nuestra fijación por el cosmos mucho más allá de lo que nos afecta? ¿Por qué ya a nuestros antepasados les importaba tanto que el Sol girase o no mientras sirviera de energía a los tomates de su huerto? ¿Por qué Galileo o Copérnico se jugaron literalmente la cabeza con todo en contra —tradición religiosa y laica— para conocer la realidad de los fenómenos celestes? El profesor Gómez Pin lo tiene claro: lo hacemos porque “estamos motivados, como decía el nobel de física Max Born, por el deseo ardiente de toda mente pensante” y porque “como decía Aristóteles, los hombres empezaron a filosofar movidos por el estupor”.

“Mirar la Luna me ha impresionado e inspirado desde pequeña”, confiesa García-Tomás, autora, entre otras muchas, de la pieza musical Contemplar las estrellas. “Recuerdo que cuando dejaba la ciudad para irme a casa de mis abuelos en la montaña era como una evasión. Descubrí ese estado reflexivo de hacerte preguntas o conectar con tu interior. Para mí, mirar las estrellas equivale a una pausa y un silencio que me permiten sentir mis auténticas aspiraciones, pensar en el futuro, descubrirme a mí misma”. 

“El cielo es un lugar magnífico”, concede el catedrático, “pero no infinito”, aclara tajante. “Porque si decimos que el universo está en expansión, es que es finito. Eso sí, toda la fascinación que sentimos por él, en el siglo XX nos ha llevado a los mayores avances científicos y metafísicos. Es el resultado de proyectar, en lo micro, modelos de observación macro, como la orbitación, que es similar en los planetas y en el átomo. Por eso, cuando entras en un átomo de hidrógeno ves un espectáculo tanto o más fascinante que el cielo”.

Está claro que la conquista del espacio ha hecho evolucionar al arte y al pensamiento. Pero, a la vez, nos ha conducido a su desacralización. “Los chinos habían previsto eclipses mucho antes que Tales de Mileto —considerado el primer científico de la historia—, pero ellos los explicaban diciendo cosas como que un gran dragón se había comido el Sol. Tales de Mileto, en cambio, describía la naturaleza, conocía su necesidad intrínseca y la consideraba transparente al conocimiento, lo que ciertamente la desacralizó, pero permitió la creación de la física”, resume el experto.

Raquel explica que también la música inspirada en las estrellas dejó de ser lo que era a causa de esta desacralización: “Hemos pasado de composiciones como Macrocosmos de George Crumb (1929), que buscaba, más que respuestas, una simbología (cada movimiento se titula con un signo del Zodiaco), a piezas como Le noir et l’étoile de Gérard Grisey (1989), que ya no habla de lo que le inspira una constelación, sino que se sirve del sonido del paso de un púlsar in situ —la tecnología ya permitía oírlo— para usar su energía constante como un ritmo, es decir, para usar las estrellas de manera estructural”.

¿Quiere decir esto que al introducir el conocimiento (lenguaje) en la ecuación hemos matado la trascendencia? Nada más lejos, según Gómez Pin, ya que el conocimiento es “precisamente lo que la permite”. No debemos olvidar que “la fórmula científica y la metáfora —o la ciencia y la poesía— son dos modalidades de la riqueza del lenguaje”.

De momento, todo apunta a que los seres humanos seguimos necesitando de lo irracional o inexplicable, seguir creyendo que detrás de cada estrella hay un misterio. Lo vemos, por ejemplo, en los matemáticos, que solo consideran a un colega admirable si, además de solucionar un problema, lo hace de forma elegante. Hasta científicos como Stephen Hawking han querido introducir un toque de intriga en la resolución final de cada conflicto.

En definitiva, puede que hayamos encontrado muchas respuestas claras al enigma celestial que tanto nos inspira, pero aún preferimos envolver la claridad de misterio, en un incesante intento de ir, siempre, más allá de lo que vemos.

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