En los últimos dos años se ha trabajado intensamente en desplegar las redes 5G (o redes de 5ª generación) en varios países del mundo. De momento se han implementado versiones limitadas de esta tecnología de red móvil, pero se espera que pronto alcance todo su potencial. Y aunque los operadores de telefonía móvil todavía están desplegándola, ya se empieza a plantear cómo deberían ser las redes 6G. Esta nueva generación podría estar operativa en 10 años, relevando a 5G, de la misma forma que han ido haciendo las generaciones predecesoras.
Tanto 5G como 6G suponen un salto tecnológico orientado a aumentar la hiperconectividad mundial, no solo de las personas, sino también de los objetos que nos rodean.
Estas redes permitirán avances tecnológicos para que tengamos una experiencia más profunda de nuestra vida online: que podamos, por ejemplo, transmitir el tacto, o representaciones de nuestro cuerpo mediante holografías o incluso los impulsos de nuestro cerebro. Y harán posible que prácticamente todo nuestro alrededor esté interconectado.
El objetivo: hacer más eficientes nuestras industrias, la agricultura, la producción de energía, la logística o el transporte, facilitar la vida en los hogares, así como abrir nuevos modelos de negocio.
En los imaginarios más tecno-optimistas se habla del efecto positivo que tendrá la hiperconectividad, contando con la digitalización y la inteligencia artificial, en la búsqueda de soluciones (tecnológicas) a las múltiples crisis ambientales que vivimos a través, sobre todo, de un uso más eficiente de los recursos.
El coste medioambiental del 5G
Pero esta visión tecno-optimista está pasando algo por alto.
Cuando pensamos en la hiperconectividad y el crecimiento exponencial de transmisión y procesado de datos que promueve esta visión, es difícil ver el impacto material que supone.
Por un lado, el impacto en distintas escalas geográficas (alejadas de los puntos donde se implementan estas tecnologías y se benefician de ellas) y por otro lado en distintas temporalidades (por ejemplo, las generaciones futuras).
La cuestión energética y de emisiones es central en este aspecto. La creciente implementación de nuevas tecnologías va de la mano de un incremento en el consumo total de energía.
En un contexto de emergencia climática y crisis energética
Es urgente tener en cuenta el consumo energético que supone mantener la infraestructura necesaria de redes de telecomunicaciones y centros de datos operativa y dando servicio a un consumo cada vez más exacerbado. Esto es si cabe más importante en un contexto de emergencia climática, cuando estamos inmersos en un convulso mercado energético y con una geopolítica de la energía cada vez más conflictiva.
Desde el sector tecnológico, la confianza está puesta en que nuevas técnicas de eficiencia energética consigan reducir el consumo aunque la demanda de datos aumente. Aún está por ver si estas técnicas serán capaces de compensar el incremento de demanda que se espera.
Pero el impacto no se reduce a una cuestión puramente energética o de emisiones directas de gases de efecto invernadero.
Más demanda de minerales y más desechos
Cada vez se van a necesitar más estaciones base, más antenas y más equipos de procesado de datos. Además, las aplicaciones que guían el desarrollo de estas tecnologías promueven la adquisición de nuevos dispositivos de usuario, como teléfonos móviles compatibles con las nuevas generaciones de red, gafas de realidad virtual, interfaces cerebro-máquina y extensiones hápticas, entre otras.
Fabricar todas estas nuevas infraestructuras implica mayor presión en la extracción de materiales, incluyendo tierras raras y otros minerales, más producción, más transporte y un mayor número de desechos para los que es complicado el reciclaje. Además de las consecuencias geopolíticas, conflictos locales y reparto desigual de la riqueza y los costes que esto conlleva.
El necesario debate democrático
Ante la frágil situación socioecológica global, a punto de sobrepasar o habiendo sobrepasado ya algunos de los límites planetarios, necesitamos replantearnos críticamente la necesidad del crecimiento ilimitado en el consumo de datos.
¿Podemos pensar, como sociedad, alternativas a la demanda de más conexión (digital) y velocidad (de datos)? Quizá podamos empezar por acabar con la brecha digital, sin crear nuevas exigencias que impliquen cada vez un mayor consumo y más velocidad.
Evidentemente, esto requiere un debate democrático que no venga dominado por las imposiciones del mercado. A su vez, frente a los discursos más tecno-optimistas, se hace necesario evaluar el impacto de las propias soluciones tecnológicas enfocadas a mitigar las crisis medioambientales, teniendo en cuenta el incremento de demanda de datos y la necesidad de equipamiento y nuevas infraestructuras digitales que requiere su implementación.
Necesitamos empezar a considerar el equipamiento y las infraestructuras digitales como un bien escaso, con importantes implicaciones materiales y energéticas.
Para aliviar la creciente presión en la extracción, producción, distribución de los materiales y equipos, así como en la gestión del desecho tecnológico, hay que reducir la obsolescencia programada, aumentar la modularidad y la extensibilidad del hardware, así como el diseño compatible a futuro.
Estas direcciones de cambio no son únicamente tecnológicas, sino que implican intervenciones políticas y sociales. Es importante democratizar los debates sobre digitalización, y concretamente sobre el 5G/6G, para evitar que el desarrollo tecnológico solo venga dictado por las lógicas del mercado.
Es tarea de la sociedad civil, la academia y la ciudadanía en general imaginar otros futuros posibles que no pasen por el imperativo del crecimiento ilimitado del consumo digital.
Cristina Cano Bastidas, Profesora agregada (Estudios de Informática, Multimedia y Telecomunicación) e investigadora en redes inalámbricas (WINE, IN3), UOC - Universitat Oberta de Catalunya y Hug March Corbella, Profesor agregado (Estudios Eocnomia y Empresa) e investigador en ecología política (TURBA, IN3), UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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