La adolescencia –hoy más larga que nunca– es un riesgo en sí misma. Contiene un virus que los parásita a ellos/as. Es el virus del cuerpo que descubre su condición de sexuado y que se hace presente en forma de imperativo: ¡Goza! No se le puede ignorar, nadie es inmune a él y hace falta todo un recorrido para generar anticuerpos.
Freud usó una metáfora muy esclarecedora para ilustrar el impasse de la pubertad: están en medio de un túnel oscuro y deben cavar dos salidas al mismo tiempo. La que les convertirá en miembros de una sociedad adulta en la que llevar a cabo sus proyectos y aquella otra que les permitirá subjetivarse como hombres o mujeres, elegir una pareja o una manera propia de obtener la satisfacción sexual.
Momento de experimentar
La primera salida es la que los adultos les recordamos más a menudo, si bien la que les preocupa más es la segunda, porque para esa andan más cortos de referencias. Hay muchos influencers para ayudarles a elegir profesión, empezando por los propios padres, pero no hay ninguno para arreglárselas con la sexualidad. Entre otras cosas porque, a diferencia de las matemáticas o la historia que se pueden enseñar, la experiencia de la sexualidad no se puede transmitir. Como la propia palabra indica, solo se puede experimentar y eso empieza siempre de nuevo para cada uno/a. Hay clases de sexología, pero eso no garantiza que lo enseñado pueda replicarse como modelo.
Por eso, los jóvenes confían en ellos mismos y se refugian en el grupo para esas iniciaciones, las sexuales y otras (consumos, aventuras, transgresiones). El grupo produce la ilusión de un saber compartido y alivia la angustia de la soledad ante las metamorfosis de la pubertad. Aquí ni siquiera sus influencers más destacados tienen mucho que decir. Por eso sus especialidades (juegos, moda, libros, música) se mantienen alejadas de la sexualidad.
El verdadero riesgo vital de los jóvenes
Cada uno y cada una tiene que domesticar ese cuerpo que no cesa de enviarles señales de tensión. Lo musculan, lo tunean, lo intoxican, lo manipulan, e incluso lo abandonan dejándolo tirado. Ese es el verdadero riesgo vital de las adolescencias.
¿Por qué debe preocuparles el coronavirus, si ellos ya tienen su propio virus con el que luchan día a día? ¿Cómo pensar en distanciarse de aquellos con los que pueden reconocerse, autoafirmarse, vivir de manera “auténtica”? ¿Cómo eso se considera problema si justamente esa es su solución?
Una de sus principales armas son las ilusiones que se crean y que alimentan. Esas fantasías son operativas porque les ayudan a comprender el (su) mundo y les permiten trazarse objetivos. Las hay de varios tipos y, junto a las que van dando forma al presentimiento que todos tienen de que un día se harán adultos y tendrán sus propias cosas, hay también las que pueden dejarlos atrapados en el túnel.
Una de esas fantasías es la de la invulnerabilidad, la creencia de que ellos por su condición joven estarían a salvo de los límites que impone el cuerpo (degradación, enfermedades, capacidades). Eso los empuja a las llamadas conductas de riesgo. Que además, en este caso, muchos sean asintomáticos no hace sino confirmarlos en su tesis.
Otra ilusión es que los límites impuestos derivan de una norma encarnada por los adultos (padres/madres, gobierno, sanitarios) y, por tanto, posible de transgredir. Desconocen así que el virus impone sus propias leyes y lo hace de manera implacable y sin negociación ni transgresión posible.
La tercera ilusión es que el contagio no puede venir de lo familiar (amigos, conocidos, familiares) ya que se trata de un ente extranjero que sólo los extraños podrían portar.
Claves para protegerse y proteger
Es cierto que no todos los jóvenes ignoran las medidas de protección: algunos las respetan. Seguramente aquellos que menos apoyo encuentran en el grupo para resolver sus dudas sobre cómo abordar la nueva realidad sexual que les acosa. Ellos y ellas aceptan mejor el distanciamiento porque esa era ya antes su fórmula de transitar la adolescencia. Y la distancia les da más tiempo para pensar las respuestas.
¿Pero cómo animar al resto a protegerse, a ellos y a su entorno?
En primer lugar, sabiendo que es más importante el lugar desde donde se escucha algo que el contenido de lo que se dice. Como nosotros, los adolescentes escuchan a aquellos a los que suponen algún saber, a sus influencers. Por eso, los mensajes preventivos deberían tomar en cuenta eso y promover contactos seguros. Aceptar un No requiere primero recibir un Sí: sí a los lazos, no a la irresponsabilidad.
En segundo lugar, hay que tener presente que los contenidos deben apuntar no a la normativa sino a producir efectos de responsabilidad vinculados a otros (amigos, familia) para los que sus actos podrían tener consecuencias graves. Una suerte de empatía por los más vulnerables.
En tercer lugar, es clave visibilizar social y mediáticamente –influencers mediante– los efectos graves que la COVID-19 tiene también entre algunos jóvenes.
Finalmente, y para cuando falle lo anterior –porque sabemos que no todo es educable y que no todos consienten a renunciar a su satisfacción– existen las sanciones y la vigilancia. Su irresponsabilidad, a diferencia de los que la justifican con su cinismo, es una falsa salida temporal.
José Ramón Ubieto Pardo, Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC - Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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