John [nombre ficticio] es un operario estadounidense de la estación McMurdo que lleva más de un año trabajando en la Antártida. En una charla con los usuarios de la red social Reddit uno de ellos le pregunta en broma: "¿Escribirías mi nombre con pis en la nieve, por favor?". La respuesta de John es sorprendentemente cortante: "Esto va contra el Tratado Antártico y contra las normas de la NSF [National Science Foundation], de modo que orinar en la nieve podría provocar que me despidieran y que me prohibieran volver a entrar en el continente. Así que no".
Al margen del punto escatológico, la respuesta revela una realidad cotidiana en la Antártida que no todo el mundo conoce: el estricto control de los residuos humanos en el continente, que deben devolverse en barcos a su lugar de origen. El código de conducta establecido por el gobierno australiano recoge explícitamente que "el objetivo en la Antártida es retirar del terreno todos los residuos humanos (incluyendo las heces, la orina y el agua que se usa para lavarse) y llevarlos hasta la estación y/o embarcarlos para su manejo". La NSF estadounidense indica que "no habrá descargas de residuos humanos en zonas libres de hielo ni corrientes de agua" y que los trabajadores de la estación de McMurdo "deben utilizar los contenedores para residuos y retirarlos al final de cada temporada" (ver PDF). Para las salidas al terreno, establece que "todo el personal que haga excursiones durante el día debe empaquetar sus residuos" y devolverlas a la estación en las botellas y recipientes que se les facilitan.
“Nosotros somos espectadores, no tenemos ningún derecho a variar nada”.
"Nosotros hemos acampado varias veces y siempre hemos tenido que recoger todo lo que hacíamos en contenedores y trasladarlos a las bases o barcos donde eran tratados", explica a Next Ángeles Aguilera, investigadora del Centro de Astrobiología (CAB). "La normativa en cuanto a residuos humanos es bastante estricta en la Antártida", asegura. Después de la acampada no puede quedar nada en el sitio. "En caso contrario puedes ser denunciado y el país al que pertenece la base en la que estás trabajando debe responder ante una comisión y podría ser multado".
“La idea es que nosotros somos espectadores, no tenemos ningún derecho a variar nada”, indica el biólogo Antonio Quesada, actual gestor del programa antártico español. Desde hace más de 15 años, el programa aplica un estricto protocolo para evitar el vertido de residuos en sus bases y campamentos. “En las dos bases españolas (Gabriel de Castilla y Juan Carlos I) hay unas 60 personas y tienen un sistema de tratamiento de aguas residuales muy sofisticado”, explica Quesada. “No se vierte nada sin depurar, todo se trata”. En los campamentos temporales, como el de península Byers, hay de seis a ocho personas en una zona especialmente protegida. “Todos los vertidos se recogen, separamos líquidos de sólidos, los líquidos se tiran al mar y los sólidos se guardan”.
En su trabajo como investigador, cualquiera que haya ido a la Antártida sabe cómo van los protocolos. La imagen que encabeza este artículo fue tomada por el investigador neozelandés Kurt Joy durante una expedición en las montañas trasantárticas, donde estudian los paisajes libres de hielo. "El programa antártico neozelandés obliga a recoger todos tus residuos", nos cuenta. Esto provoca situaciones pintorescas, como el hecho de tener que caminar por la nieve durante kilómetros con tus propios residuos guardados en un bote. "Todos - incluidas las chicas - debíamos portar estas botellas para recopilar la orina que después vaciamos en el campamento y se trasladan en contenedores hasta la base Scott". “Nosotros nos tiramos en los lagos a lo mejor 12 horas y con llevar un bote no te vale, tienes que llevar varios”, explica Quesada. “Como hace frío siempre se bebe mucho té, así que estás orinando continuamente”.
“Se bebe mucho té, así que estás orinando continuamente”
El explorador y aventurero Ramón Larramendi es una de las personas que mejor conoce la Antártida y está acostumbrado a esta situación después de cruzar el continente en su trineo tirado por el viento en varias ocasiones. "Cuando llegas a una estación grande, como la base Scott, puedes dejar parte de la carga para que ellos lo lleven fuera de la Antártida", explica. "Pero estas precauciones se llevan a cabo en las áreas más transitadas, en un radio de unos 150 km del Polo Sur". En las zonas remotas, asegura, estas pequeñas muestras son el menor de los problemas. "Cavas un agujero un poco profundo y luego lo tapas", relata. "Eso queda a unos 30 o 40 cm, helado y enterrado". "Ten en cuenta que en algunas zonas de la Antártida oriental por las que cruzábamos éramos los primeros seres humano que pisaban el lugar", continúa. Y la contaminación que pueda provocar la orina es poco relevante comparada con otras cosas que se encuentran. "Hemos visto vehículos oruga abandonados en las zonas más remotas, y bidones rusos, que a lo mejor llevan ahí 30 o 40 años", recuerda.
“El pis de seis personas podría cambiar el nitrógeno de un lago”.
En cualquier caso, ¿podría suponer una amenaza real para la fauna el hecho de dejar restos de orina en zonas vírgenes como ésta? “Un poco de orina en un continente entero no es nada, eso se queda ahí, da igual que lo entierres”, explica Quesada. Pero en zonas con más tránsito sí puede ser un problema. “Yo tengo calculado que la orina de seis personas en el entorno de un lago de una hectárea en la Antártida puede suponer un aumento del nitrógeno de ese lago”, asegura el biólogo español. “Independientemente de que haya o no patógenos, tenemos efectos ecológicos que pueden llegar a ser importantes”, insiste. “Las zonas polares son ecosistemas muy pobres, tienen muy pocos nutrientes, y en el momento en que aportas una cantidad de nutrientes estás modificando el entorno”.
El trineo de viento de Ramón Larramendi (Imagen: Tierras Polares)
La posibilidad de transmitir algún tipo de virus o enfermedad a través de la orina, explica la bióloga Ángeles Espinosa, es más complicado. "Es más por precaución, ya que en individuos sanos debe ser estéril, y se pasa un exhaustivo reconocimiento médico para poder ir". El riesgo está en los vertidos sólidos y se cree que podría afectar a la fauna local, sobre todo tras la masificación de las visitas al continente antártico. Se calcula que unas 40.000 personas, entre investigadores y turistas, acuden cada año a la Antártida y en ocasiones trasladan con ellos patógenos que pueden causar estragos. Un estudio publicado hace unas semanas en la revista Polar Biology vinculaba la brotes de Salmonella y E. coli entre los pingüinos a el aumento de visitantes humanos.
El gran peligro es la introducción de especies de otros lugares.
Larramendi, que ha trabajado de guía en alguno de estos grandes barcos que visitan las pingüineras, asegura que el control es bastante estricto. "Se limpian las botas para descontaminarlas", afirma. "Los barcos se turnan y hay mucha coordinación para que nunca haya más de determinado número de personas a la vez”. “En el barco siempre se exige que el material que lleven sea nuevo o sea esterilizado con lejía”, añade Quesada. “Cada vez que subes y bajas al barco se limpia con desinfectantes las botas, el material científico…”. Y todo para evitar el otro gran peligro, que es la introducción de especies de plantas o animales de otros lugares. “Ya hay una buena colección de especies introducidas, en otras zonas de la Antártida, como algunas gramíneas”, recalca el investigador. A veces se trata de musgos o líquenes que llegan en la ropa de un científico y, debido al aumento de las temperaturas, empiezan a sobrevivir en un entorno que no es el suyo.
“En la zona donde opera España el cambio climático es tremendo y se está haciendo un ambiente mucho más cómodo para especies invasoras”, señala Quesada. Las precauciones que toman son extremas, hasta el punto de que el equipo español lleva dos equipos distintos cuando realiza una expedición al otro lado de la isla y se cambian para no trasladar organismos y “evitar cualquier tipo de intercambio” de un lugar a otro. Precisamente España está participando estos días en la erradicación de una gramínea (Poa pratensis) introducida en los años 60 en una zona llamada Caleta Cierva, cerca de la base argentina Primavera, nos cuenta Quesada. “Se introdujo como consecuencia de un programa de introducción de árboles de Argentina”, explica el científico. “Los árboles murieron, pero había semillas de esta gramínea que se hizo fuerte allí”.
De momento la gramínea solo se ha extendido en un metro cuadrado de terreno, pero es importante erradicarlo. Para ello han viajado hasta la zona científicos españoles, argentinos y británicos que llevarán a cabo un meticuloso trabajo, extendiendo paravientos para evitar la propagación de semillas, congelando las muestras para su posterior análisis y quemando el terreno para evitar que resurja la planta a través de las raíces. Después de eso hay un programa bianual de evaluación del éxito; se vuelve allí y se mira en los alrededores.
“Es relativamente frecuente”, relata Quesada. Hace dos años apareció una planta con flor en frente de la base española y los británicos hicieron un programa de erradicación que continúa por si se siguen distribuyendo. “Lo peor es que se hagan fuertes, que se adapten y sean capaces de excluir a las plantas nativas o a los animales”, indica. “El mejor ejemplo ocurrió en los años 80 en la base japonesa de Syowa. Entonces apareció una gramínea que no era nativa y los análisis determinaron que solo se daba en una zona del monte Fuji, en Japón, y precisamente uno de los investigadores trabajaba en aquellas zonas. Fue la primera vez en que se supo de dónde venía una especie y se pudo saber incluso quién la llevó”.
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