Ciencia

Luis Amadeo de Saboya, el príncipe español que reinó en el Polo

El hijo del rey español fue uno de los aventureros más famosos de su época. Tras meses de sufrimiento, arrebató el récord del viaje más al norte al mismísimo Nansen. Su historia es un capítulo más de nuestro especial “Atrapados en el hielo”.  

Sí, era español puesto que nació en Madrid aunque pocas veces pisaría este país durante toda su vida, y sí, efectivamente fue infante de España aunque aquel título le durase poco más que un suspiro ya que su padre, Amadeo I de Saboya, abdicó dos semanas después de que él naciera. Pero si tuviésemos que calificar de algún modo a Luis Amadeo de Saboya la palabra que mejor le describiría sería aventurero.

“Nada de privilegios para mi hijo, aquí es uno más”, dijo su padre.

Su bautizo en la capilla del Palacio Real de Madrid fue, paradójicamente, el último acto oficial al que asistió su padre como rey de nuestro país. A partir de aquí, los acontecimientos se sucedieron de manera casi instantánea y, en apenas 48 horas, Amadeo había abdicado y toda la familia real se encontraba en la estación del Mediodía partiendo hacia el exilio a bordo de un tren rumbo a Lisboa. Allí tomarían un barco que les llevaría hacia su destino final, Turín.

Su infancia fue breve. Con tan solo seis años fue llevado de la mano a Spezia donde el chaval ingresó en la Escuela de Marina. Amadeo, que aún conservaba los títulos nobiliarios italianos se reunió con el responsable de la academia y solo le pidió una cosa: “Nada de privilegios para mi hijo, aquí es uno más”.

Esta etapa de la vida del pequeño Luiggi es fundamental para entender su espíritu aventurero años más tarde. El joven se enamoró de los libros de exploración, conoció las andanzas por el África oscura de Stanley en busca de Livingstone, leyó ávidamente The Discovery of the Source of the Nile de Speke… Las largas travesías embarcado en los buques escuela de la Marina italiana le ofrecieron una estricta disciplina y muchas horas para leer.

Pero algo extraordinario iba a ocurrir cuando Luiggi tenía dieciséis años. El destino de su barco, en el que ya ostentaba el cargo de guardamarina y con el que estaba dando la vuelta al mundo, lo condujo hacia la exótica India, adentrándose hasta la enigmática ciudad estado de Darjeeling,  a los pies del Himalaya. Sus ojos se abrieron como ventanas y el joven sucumbió al irresistible encanto del monstruo: el Kanchenjunga. Ante él se levantaba una gigantesca pared de nieve de 8586 metros de altura que en aquellos tiempos se pensaba era la cumbre más alta del planeta.

En la actualidad sabemos que es la tercera (tras el Everest y el K2) pero en el siglo XIX aquella mole era el techo del mundo y jamás había sido pisada por ningún ser humano. En parte por su gran dificultad y también por la rica mitología de los Sikkim, que la consideran sagrada. De hecho, Band y Brown, los primeros que consiguieron coronarla en 1955, detuvieron su ascenso a tan solo cinco metros de la cumbre por respeto a las creencias de los pueblos autóctonos.

La vista del Kanchenjunga desde Darjeeling era impresionante. Más que una montaña parecía una muralla blanca que atravesaba el horizonte hasta llegar al cielo; una panorámica capaz de cambiar toda una vida, la de Luis Amadeo de Saboya.

Kanchenujnga desde Darjeeling

Desde aquel momento su ambición más intensa fue la de convertirse en un gran alpinista, cosa que sin duda consiguió. Comenzó con las cumbres más cercanas a Italia y tras su exitoso entrenamiento en los Alpes su carrera fue ya imparable. Además en 1896 entabló amistad con la leyenda del alpinismo Albert Mummery de quien aprendió las técnicas más modernas de escalada y con quien podría haber formado un histórico tándem de no haber sido por la temprana muerte del británico por una avalancha en el traicionero Nanga Parbat.

Su nombre ha bautizado a numerosas rutas de ascenso en el Himalaya

Las hazañas de Luis Amadeo de Saboya por las cimas más inaccesibles de todo el mundo son ya parte de la historia y de hecho su nombre ha bautizado a numerosas rutas de ascenso en el Himalaya, en Estados Unidos, en Canadá o en las cumbres africanas del Ruwenzori.

Pero a finales de siglo la sociedad estaba volcada con las noticias que llegaban del Ártico. Fridjot Nansen y su increíble record de 86º 14' N marcaban el Farthest North, el lugar más al norte que jamás un humano había alcanzado.

La experiencia conseguida en el alpinismo empujó a Luis Amadeo a fijar su nueva meta en la conquista del Polo Norte y para ello se desplazó a Christiania (actual Oslo) donde, gracias a la saneada situación económica propia de un duque y sobrino del rey de Italia, no tuvo dificultad para comprar el Jason, un moderno buque ballenero a vapor al que cambió el nombre por el de “El Estrella Polar”.

Durante su estancia en Noruega, el Duque se entrevistó con Nansen, quien amigablemente compartió algunos detalles y consejos para la expedición que se estaba preparando. No se conservan registros de aquella reunión pero podemos aventurar que la principal influencia de Nansen sobre el Duque fue sobre el camino que debían seguir puesto que la expedición escogió realizar el viaje exactamente por la ruta inversa que el noruego tomó para su regreso desde el Polo.

Para la tripulación el Duque de los Abruzos eligió una curiosa mezcla de nacionalidades. Por una parte llevó al equipo de experimentados alpinistas italianos que le habían acompañado durante sus andanzas alpinas con Umberto Cagni a la cabeza, y por otra parte llenó la otra mitad del barco con marinos noruegos reclutados durante su estancia en Christiania.

Sabiendo de las penurias que anteriores exploradores habían soportado en su marcha hacia el Ártico, Luis Amadeo ideó un detallado plan por etapas en el que irían dejando depósitos de comida tras ellos como previsión para el trayecto de vuelta. Así llegarían a la Tierra de Francisco José donde dejarían un primer depósito con víveres suficientes para ocho meses y  seguirían avanzando por el archipiélago dejando sucesivos depósitos en las islas para el caso de que el Estrella Polar naufragara o quedase atrapado por los hielos.

En julio de 1899 el Stella Polare partió rumbo al norte

La mañana del 12 de julio de 1899, con Cagni como capitán y con el Duque al mando de la misión, el Stella Polare partió desde el puerto ruso de Arjángelsk tras lanzar tres hurras como despedida.

Sobre el papel la expedición estaba bien aprovisionada, navegaba con un barco que se mostraba robusto y fiable, contaba con una tripulación conocedora de las duras condiciones climáticas a las que se iban a enfrentar y poseía una buena experiencia adquirida en las cumbres de medio mundo. Todo parecía a favor para conseguir alcanzar los ansiados 90ºN… Pero tardarían poco en darse cuenta de que el viaje no iba a ser tan fácil.

El 7 de septiembre el barco chocó contra un gran saliente de hielo, se escoró hasta casi volcar y se abrió una gran brecha en el casco. Las numerosas vías de agua inundaron la sala de máquinas y el Duque dio la orden de abandonar el barco. El invierno se les echaba encima y tan solo les quedaba acampar junto al Stella Polare mientras el capitán intentaba reparar los desperfectos a contrarreloj antes de que se hundiese definitivamente.

Durante este largo invierno debemos olvidarnos de las estrecheces que acompañaron a anteriores exploradores. Los abundantes fondos económicos del Duque trajeron consigo casi un palacete montable: en el centro del lugar se establecieron dos grandes tiendas que hacían de soporte a otra gran lona sobre la que se levantaba una tercera tienda aún más grande. Los suelos se recubrieron de madera, se instalaron estufas y los colchones eran de finas plumas. Al fin y al cabo un Duque es un Duque.

El 15 de noviembre ocurrió lo imposible: entre saltos y gritos de alegría, el capitán Umberto Cagni celebraba la inesperada reparación del Estrella Polar que estaba listo para navegar. Ahora tan solo debían esperar a que pasara el invierno y que los hielos liberaran el buque. Pero aún quedaban muchos meses para que eso ocurriera así que la expedición comenzó a preparar la partida mediante trineos hacia el Polo Norte.

Un día antes de la Nochebuena de 1899 y mientras realizaba una excursión para dejar provisiones en uno de los depósitos les sorprendió una repentina tormenta. Perdidos en la oscuridad de la noche polar y cegados por fuertes vientos nevados, el trineo en el que iba Luis Amadeo cayó al mar. Lograron rescatarlo pero el regreso al campamento fue durísimo y al llegar el Duque mostraba claros síntomas de hipotermia y congelación en varios dedos de sus manos. Tras algunas semanas convaleciente, aquel aprieto se saldó con la amputación de dos dedos y con la decisión de que desde ese momento, el abanderado de la expedición debía ser el capitán Umberto Cagni.

En abril de 1900, y tras varios intentos infructuosos, Cagni partió del campamento junto con diez hombres, trece trineos, canoas y más de cien perros que deberían transportar casi 250 kilos de material y provisiones (incluidas numerosas latas de pasta italiana). Era una enorme caravana polar que acometería el trayecto por secciones. En realidad aquella comitiva no iba a llegar completa al Polo: se dividieron en tres secciones que irían regresando al campamento conforme fuesen terminando los suministros, dejando así un último equipo de tres hombres que, con las provisiones restantes, intentaría realizar el último tramo hasta los 90ºN.

De nuevo el plan parecía lógico y muy ordenado, pero otra vez las condiciones del Ártico tendrían la última palabra.

Se hace difícil imaginar cómo debió de ser aquella travesía, la mayor parte del tiempo a oscuras y soportando temperaturas de más de 60 ºC bajo cero. En el libro que se publicó unos años más tarde (El estrella polar en el Ártico, Editorial Maucci, 1903) se describen algunas situaciones ciertamente sobrecogedoras que el propio Cagni califica como “el peor tiempo que he encontrado jamás”.

A 62 ºC bajo cero el metal de los trineos se volvía quebradizo y se partía como si fuese cristal. Los perros morían congelados durante la noche. La sopa hirviente se solidificaba apenas unos segundos de llegar al cuenco y los sacos de dormir se tornaban rígidos como madera. A la media hora de levantarnos nuestra ropa interior ya se había convertido en una coraza de hielo.

Atrapados durante días enteros y sin poder salir de sus tiendas, Cagni y los tres acompañantes que aún quedaban a su lado (el resto ya había regresado al campamento base) se ven impotentes. A principios de abril de 1900 toman una de las decisiones más valientes de la historia de la exploración polar: consideran que están pecando de prudentes y que aligerando la carga, reduciendo las raciones y dejando atrás para la vuelta el grueso de las provisiones, podrían avanzar más rápido.

Cagni, Petigax, Fenolillet y Cnepa, los cuatro hombres de la travesía. 

Así, en plena tormenta y con las temperaturas a punto de romper los termómetros, emprenden nuevamente la caminata. Fue toda una locura. Sus trineos estaban hechos trizas y se desmontaban a cada paso. Lo fueron solucionando sobre la marcha utilizando la canoa que les quedaba. Alimentaban a los perros que seguían con vida con los que iban cayendo y terminaron reduciendo su sustento a una sola comida al día.

Sus hombres solo miraban al frente y gritaban “adelante, adelante, más, más”.

Aquella obsesión de seguir adelante tuvo sus frutos y el 21 de abril consiguieron llegar a un terreno plano y sin fracturas que les permitió avanzar como centellas, cubriendo más de un grado de distancia en solo unos días. Por aquellas fechas ya casi no contaban con provisiones que les asegurasen un retorno a salvo, habían sobrepasado con creces su punto de no retorno y sin embargo, inmersos en una especie de fiebre obsesiva tan solo miraban al frente y gritaban “adelante, adelante, más, más”.

Dos días después tuvieron que parar. Aquella insistencia en seguir hacia adelante les iba a matar. Hicieron recuento de lo que les quedaba y abandonaron. Eran las tres de la tarde del 23 de abril del año 1900 y su posición superaba en 30 kilómetros el famoso “Farthest North” de Nansen. No iban a conseguir alcanzar el Polo Norte pero estaban más al norte de lo que ningún ser humano había llegado nunca, así que sacaron dos botellas de cognac que guardaban en el botiquín e hicieron algo extraordinario. Allí, en mitad de la nada, en el punto más lejano del planeta, rodeados de la más absoluta oscuridad y soledad, pero felices por su marca. Allí, se emborracharon.

La celebración duró hasta altas horas de la noche y por supuesto, la resaca fue de campeonato. Llevaban varios días casi sin comer y aquella repentina ingesta de alcohol les dejó dormidos hasta el mediodía del día siguiente. Mareados y con la cabeza aturdida aún, se despertaron e iniciaron la marcha durante algunas horas más.

La tarde del 24 de abril de 1900, dejaron el récord absoluto en 86º 42’ N.

El regreso no iba a ser fácil. Tras la alegría del récord, tras la celebración y la resaca, tocaba volver a la cruda realidad: no tenían provisiones ni para recorrer la mitad del camino que les separaba del barco. Sus estimaciones más optimistas preveían comida para unos treinta días y el campamento se encontraba a más del doble.

Ayudados de los pocos perros que quedaban con vida arrastraron los trineos durante semanas, dividiendo las raciones y sin apenas descanso lograron recorrer 140 kilómetros en la primera semana. Un logro que les iba a pasar factura. Los cuatro hombres perdieron varios dedos en esa travesía y el 2 de mayo, atrapados nuevamente en una tormenta, se hacinaron en la única tienda que les quedaba para curarse las numerosas heridas, incluida la gangrena de uno de los dedos de los pies del capitán Cagni.

Cuatro de los expedicionarios perdieron varios dedos en aquella travesía.

Asistir a una de aquellas amputaciones no era plato de buen gusto para casi nadie, pero para muchos como Simone Canepa, un experimentado alpinista, era una escena tan insoportable que prefirió salir del refugio de la tienda y arriesgarse en intemperie en mitad de la tormenta polar, antes que contemplar aquella operación.

A finales de mayo la marcha cada vez es más lenta y penosa pero Cagni, encargado de realizar las mediciones, lo disimula ante sus compañeros para intentar levantarles el ánimo. Tanto ellos como los perros llevan más de 30 horas sin comer y el 29 de mayo, Cagni anota en su diario:

“Una vez acampados, calculo la longitud y finjo encontrarla satisfactoria. ¡En seis días no hemos ganado hacia el levante ni un grado de longitud que, -dada la latitud en la que nos hallamos-, no representaría sino unos 16 kilómetros! ¡Aún tenemos que recorrer seis grados, antes de llegar al meridiano de Teplitz!”

Al igual que a Nansen años atrás, la deriva de la banquisa empieza a jugarles una mala pasada y pierden mucho de lo recorrido por culpa del movimiento de las placas de hielo que, para más mala suerte y debido a las fechas en las que ya están, comienzan a deshelarse abriendo regueros de agua a su paso y convirtiendo el terreno en aguanieve impracticable.

“Por todas partes se abren canales y hendiduras, y el agua vuelve a aparecer por largos trechos. Decido retroceder hacia el camino antiguo y sólido donde acampamos esta mañana pero ya es tarde para hacerlo: un ancho canal nos separa de aquella planicie que para nosotros representa algo así como la tierra firme, y quedamos prisioneros sobre un enorme témpano circular, cuyo diámetro mide unos cien metros”

Los exploradores se ven convertidos a la fuerza en improvisados barqueros, remando y utilizando aquel gran bloque de hielo como si fuese una embarcación.

A principios de junio y después de llevar varios días sin ver ni un solo oso o foca para poder cazar se ven obligados a comer carne de perro. Cagni escribe: “Lucharemos hasta el fin, y si debemos caer, caeremos luchando. ¡Que Dios nos proteja!”

“Caeremos luchando. ¡Que Dios nos proteja!”, escribía el capitán.

Aún les quedaba lo peor y la única ventaja de quedarse sin comida era que los trineos pesaban menos. Por otro lado, ya apenas contaban con diez perros de los más de cien con los que habían iniciado la travesía.

El 23 de junio de 1900, y después de tres meses vagabundeando por el Ártico, por fin vislumbran la silueta del Stella Polare. Desde la cubierta, Luis Amadeo ya recuperado de sus heridas, les recibe al grito de “¡Cagni ha vuelto, Cagni ha vuelto!”

Petigax, Fenoliiet y Canepa, 23 de junio de 1900

Al campamento llegan cuatro esqueletos vivientes, sucios y desarrapados, acompañados de solo siete perros supervivientes. Solo quedaba un trineo y apenas se mantenía en pie.

Su regreso fue celebrado por todo lo alto y tan solo una noticia les ensombreció el ánimo. De los otros dos grupos de apoyo que habían partido con ellos, uno no lo consiguió. El grupo de Querini, formado por tres hombres, había desaparecido y aún hoy desconocemos cuál fue la suerte que corrieron. De las docenas de expediciones que Luis Amadeo de Saboya realizó durante toda su vida, ésta fue la única en la que perdió vidas, algo que le entristeció hasta el final de sus días.

En agosto el barco se encontraba ya libre de hielos y listo para zarpar, y a su regreso al continente desembarcó en Noruega donde el Duque sacó tiempo para enviar a Nansen un críptico mensaje, corto y directo, que decía: “Stella Polare llegado. Expedición alcanzado ochenta y tres y seis treinta y tres”

Nansen lo entendió rápidamente. Su Farthest North había sido batido, resignado y melancólico el noruego anotó en su diario: ¿Cuál es el valor de tener objetivos?... Todos se esfuman, es solo cuestión de tiempo.

* Esta entrada pertenece a la serie Atrapados en el hielo, escrita por Javier Peláez es divulgador científico y colaborador de Next. Puedes seguir sus trabajos en La Aldea Irreductible.

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