Cuando Jesús Julio Camarero llega hasta el corazón de un bosque con su maletín, actúa como una especie de forense. Tras observar la población de árboles que quiere estudiar, este científico del Instituto Pirenaico de Ecología (IPE-CSIC) introduce una fina barrena en el interior de su tronco y extrae una muestra que le permitirá ver sus anillos de crecimiento. “Es como mirarles la fiebre”, explica a Vozpópuli, “una manera de reconstruir su historia y ver cómo se están muriendo”.Camarero, “Chechu” para los amigos, es especialista en dendroecología, una disciplina que trata de comprender qué sucede a estos ecosistemas a partir de la lectura de los anillos de los árboles. A menudo es el guarda forestal de una zona protegida el que le avisa para que estudie una población que ha empezado a decaer masivamente y sin causa aparente. “Ves cómo son los anillos, los comparas, haces una datación cruzada y ves cuánto crecía el árbol y cuándo dejó de crecer”. En algunos casos es por causa de la sequía, otras veces por una plaga, y en la mayoría de los casos él solo puede determinar la causa de la muerte sin poder hacer más. A menudo el árbol cuenta una historia sobre incendios o riadas, acontecimientos traumáticos que la planta deja registrada en su interior. “Cuando un pino sobrevive a un incendio, por ejemplo, el fuego le deja la herida. El árbol la cierra, pero por dentro podemos ver una cicatriz, que te dice cuándo se produjo el incendio, en qué año e incluso en qué estación”, explica. “Y así es cómo lo datas, porque deja una señal, como la que dejan también los aludes y las avalanchas”.
Una “cartografía del desastre”
Acompañado del naturalista y fotógrafo Miguel Ortega Martínez, Chechu Camarero acudió hace unos años a estudiar los árboles que quedaron arrasados por la riada que arrasó el camping de Las Nieves, en la tarde del 7 de agosto de 1996, y que se llevó por delante la vida de 87 personas. “Imagina cómo te sientes donde ha habido tantas muertes”, confiesa. “Es un poco extraño”. En un trabajo cuyos resultados están aún pendientes de publicar, el investigador recoge imágenes de los tocones de los árboles en los que se aprecia la cicatriz que causó el caudal de agua al golpear contra los troncos. En alguna de las piezas se ve cómo la avalancha de agua y piedras arrancó hasta el 60% de la corteza. “Es muy descriptivo, simplemente estás caracterizando la catástrofe, reconstruyes el mapa del impacto según los árboles y su posición en el camping”, asegura. “Es un poco una cartografía del desastre según las señales que guardaron los árboles”.Cuando llegaron al lugar, ya habían pasado muchos años de la tragedia y los árboles habían sido cortados, pero quedaban tocones de los que se podía extraer información. “En el bosque veías dónde estuvieron las parcelas”, recuerda. “Había chopos y cedros y muestreamos los dos tipos. Los situamos en el croquis del camping, que lo teníamos, y reconstruimos la dinámica del suceso. También orientas las heridas y puedes ver cuándo se producen, cómo impactan y te haces una idea de cómo fue aquello”. Las señales que deja una riada se parecen a las que dejan los incendios, producen una deformación en la madera y el árbol ante las heridas siempre trata de curarlas. “Crece, las cierra y las aísla. Es como si fuera plastilina”. Cuando llegaron al lugar para tomar muestras, no sabían que poco tiempo después las autoridades de la zona iban a retirar lo que quedaba para hacer otro proyecto. “Es muy habitual que pierdas la oportunidad de coger muestras de un árbol porque se lo llevan”, apunta. “Tienes que estar listo con el maletín para coger la información porque desaparece. Y para nosotros los árboles son un archivo histórico; una vez que los quitas te has quedado sin él”.
Relatos del pasado
Aunque la dendroecología se centra en estudiar los cambios de los ecosistemas presentes, muchas veces se solapa con la dendrocronología, la disciplina madre que se encarga de datar los árboles en general con distintos fines. Estudiando los pinos de alta montaña en los Pirineos, por ejemplo, Camarero se encontró recientemente con señales de aumentos y descensos de la población de árboles relacionados con la dinámica de la población humana que habita la zona. “Como hemos obtenido datos de pinos muy viejos, de hasta 500 años para atrás, vemos señales de posibles plagas humanas, como por ejemplo la famosa peste negra”, explica. Escrito en los anillos de los árboles están los periodos de mayor crecimiento, que coincide con las fechas en que la enfermedad azotó a las personas y la presión sobre los bosques disminuyó de manera significativa. “Y esto lo hemos visto en varias zonas de alta montaña en el Mediterráneo, en los Pirineos, sur de Italia y de Grecia”, añade. “Esta es una señal de estos eventos históricos que afectan a las poblaciones humanas”.Este tipo de estudios son los que recoge la investigadora Valerie Trouet en su libro “Tree Story”, publicado a principios de año por la Universidad Johns Hopkins. En sus páginas resume algunos de los trabajos que le han permitido a ella y a otros dedroronólogos reconstruir cambios del clima en el pasado gracias a las minuciosas cronologías obtenidas a partir de la comparación de los anillos de los árboles. Y con frecuencia, al ponerlas en contexto, estas variaciones climáticas explican cambios como la caída del imperio romano o la expansión de Genghis Khan. “Es fundamental poder asociar estas cronologías con las reconstrucciones del pasado, porque tienes que asegurarte de que te está diciendo lo que realmente pasó”, asegura Raquel Alfaro, investigadora española que trabaja en la Universidad Wilfrid Laurier, en Canadá. Alfaro colaboró en el estudio de Trouet que sirvió para identificar un período de expansión de los trópicos, entre 1558 y 1634, que coincide con la caída de la dinastía Ming en China y las sequías que hicieron perder al Imperio Otomano casi un tercio de la población. “Es cuando empiezas a ver asociaciones lo que hace que corrobores tu resultado”, explica Alfaro. “Si ves que durante la expansión de los trópicos se producen unas sequías importantísimas en China, asociadas al aumento de revueltas y a la caída de un imperio tan importante como la dinastía Ming, todo empieza a cobrar sentido y ves que tu historia es real”.La investigadora española Marta Domínguez Delmás, que trabaja en la Universidad de Amsterdam, se ha especializado en datar la madera de edificios antiguos y barcos hundidos. En colaboración con Trouet consiguió ampliar la cronología de los huracanes ocurridos en el Caribe, que hasta entonces llegaba solo hasta el siglo XIX, cruzando los datos de los anillos de los pinos de Florida y las fechas de los naufragios. “Vimos que había años en los que había habido hundimientos de flotas por huracanes que coincidían con reducciones de crecimiento en los pinos de los cayos de Florida, y esa correlación nos permitió reconstruir la cronología de huracanes hasta 1495, que fue cuando empezaron a ir las expediciones españolas”, explica Domínguez Delmás. Y no solo eso; la pericia de Trouet le llevó a observar que uno de los periodos en los que se produjeron menos huracanes y los anillos mostraban más crecimiento estable coincidía con un periodo de baja actividad solar conocido como el “mínimo de Maunder”. “Es una época más fría que tuvo como consecuencia una menor temperatura del Atlántico y de ahí que hubiera muchos menos huracanes y mucha menor incidencia de naufragios”, apunta. “Está todo escrito en los árboles”.
Reconstruyeron la cronología de huracanes gracias a los anillos de los árboles y el registro de naufragios
El trabajo de Domínguez Delmás con maderas de barcos hundidos le ha permitido reconstruir parcialmente de dónde se extrajeron aquellos recursos y qué bosques se talaron sistemáticamente en la península para fabricar los buques de la Armada. “La costa cantábrica se sobreexplotó para construcción naval y aunque se hicieron las pragmáticas para proteger los árboles, vemos un paralelismo entre la sobreexplotacion que se hacía entonces y la que se hace ahora”, subraya. Recuperar la madera usada en construcciones es también muy útil para poder obtener una cronología más allá de los periodos en los que encontramos árboles vivos. Y esa madera puede estar en los lugares más insospechados repleta de valiosa información. A partir de las maderas que se encuentran en las cubiertas de algunos edificios cuando se restauran, como la catedral de Segovia o la de Jaén, Domínguez Delmás ha podido reconstruir cómo se levantaron en su momento, dónde se conseguían las maderas y cómo se reaprovechaban las vigas de las mezquitas que estaban antes en el mismo lugar. Otros investigadores han podido obtener datos dendrocronológicos de lugares tan insólitos como la madera de los violines Stradivarius, procedente precisamente de árboles crecidos durante mínimo de Maunder cuyos anillos presentan una apreciada regularidad que quizá explica su calidad excepcional.
Anillos con mucho arte
Otro de los lugares donde la dendrocronología juega un papel clave es en la restauración de obras de arte. Maite Jover trabaja en el Laboratorio en el área de Restauración del Museo del Prado y utiliza estas técnicas de datación a través de los anillos de los árboles para su trabajo con los cuadros. Ella y su equipo participaron en la restauración de “El Calvario” del pintor flamenco Roger van der Weyden, que se encuentra en El Escorial. “El soporte de madera había sufrido muchos problemas y el cuadro estuvo aquí en el museo”, recuerda. “Tuve la ocasión de hacer la datación de esas tablas, que eran varias ensambladas, y era una cuestión interesante, porque en torno a esta obra había cierta polémica sobre si era la última de este pintor o bien si ni siquiera era suya”. Por suerte, lo que les dijo la datación fue que la fecha en la que se cortó la madera sí es “compatible con la vida de Van Der Weyden” y por tanto no hay motivos para pensar que la pintura no es suya.Algo muy distinto sucedió con una obra del mismo autor, el conocido como “Tríptico de Miraflores”, encargado por la reina Isabel I de Castilla. Al morir la reina el cuadro se llevó a la capilla de la catedral de Granada donde ella está enterrada, mientras que una copia de la obra salió de España en el siglo XIX y se conserva en Berlín. “Durante siglos se ha pensado que el original estaba en Granada porque la cadena de transmisión estaba clara”, explica Jover. “Pero en los años 90 unos restauradores pidieron datar la madera de una ala de esta obra que se conserva en Nueva York, con la sorpresa que la dotación de los anillos indicó que la madera era posterior a la muerte de Van Der Weyden”. El caso contó cierta publicidad y se convirtió uno de los mejores ejemplos de la utilidad de la dendrocronología a la hora de identificar la autoría obras de arte. “El anillo más reciente de ese soporte de madera corresponde a un año en que ya había muerto Van Der Weyden, así que el cuadro de Granada no puede ser de él”, explica Jover. “Aquello fue una conmoción”.Por fortuna, en las obras pintadas sobre tabla que se conservan en El Prado no se producen este tipo de sorpresas, pero cuando se leen los anillos visibles en el canto de la obra, según Jover, se siguen leyendo historias del pedazo de bosque que ese cuadro algún día fue. La gran mayoría de los cuadros flamencos pertenecen a robles que crecieron en el Báltico, usados en toda Europa y traídos desde distancias muy lejanas por su extraordinaria calidad. Por este motivo, además, las cronologías de aquellos bosques son muy completas y permiten comparar y datar con gran precisión. Tiempo después, los árboles de algunas de aquellas zonas se fueron agotando y la madera de los barcos y cuadros han quedado como un testimonio indirecto de aquella destrucción.
Hay quien se plantea si la pandemia de coronavirus dejará una señal en los anillos
“Todos estos cambios que vemos en la madera, y las alteraciones del clima que los provocaron, repercuten en nuestras sociedades”, argumenta Domínguez Delmás. Tragedias como la del camping de Biescas dejan su huella en los árboles, como lo hizo la peste negra en los Pirineos o el periodo de frío en Europa que se lee en las maderas de un violín. Hay quien incluso se plantea si la pandemia de coronavirus dejará una señal en los anillos que puedan leer los investigadores en el futuro, como si los árboles fueran el registro de los avatares de la humanidad. O quizá una señal de advertencia. “Esos cambios ya se registraron antes en los anillos, y nosotros somos los precursores de muchos de ellos”, concluye Delmás. “Tenemos que mirar a esas cosas que sucedieron en el pasado si queremos aprender”.
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