Ciencia

Lo que los científicos se llevan a la boca

Durante siglos, investigadores y exploradores han utilizado el sentido del gusto para conocer mejor la realidad. Sangre humana, gusanos tubulares y orina de murciélago son solo algunas de las delicatesen que han pasado por sus bocas.

Cuenta Andrea Wulf en su biografía sobre Alexander von Humboldt, que mientras exploraba las selvas de Sudamérica el naturalista alemán probaba el agua de los distintos ríos "como un entendido en vinos". El Orinoco le resultaba "desagradable", mientras que el río Atabapo estaba "delicioso". Unos años antes, mientras trataba de encontrar un paso al sur de las Indias, Magallanes se internó en el Río la Plata y no se dio cuenta de su error hasta que no se dio un trago de agua dulce. Han pasado varios siglos y algunos científicos siguen probando el sabor del agua en busca de respuestas. "Cuando pruebas las aguas ácidas y ferruginosas de la Cascada de los Colores en la Caldera de Taburiente", explica Carlos Briones, investigador de Centro de Astrobiología (CAB-INTA), "ese sabor a medio camino entre el zumo de limón y la sangre no se te olvida nunca".

Aunque la historia de los descubrimientos científicos se ha basado en buena parte en la exploración visual, los investigadores no han dejado de utilizar el sentido del gusto en sus incursiones y experimentos. Hace unos años, la investigadora Barbara Sherwood Lollar anunció al mundo que habían descubierto el agua más antigua del mundo en las profundidades de una mina de Ontario, en Canadá, y confesó a los medios que aquel líquido de 2.600 millones de años "tenía un sabor horrible". Esta tendencia a probarlo todo se remonta a los tiempos de Robert Hooke, pionero en la exploración la realidad con un microscopio. Estudiando los cristales que se formaban en los charcos de orina, a Hooke se le ocurrió que la mejor manera de conocer sus propiedades era dándoles un lametón. "Probando varias piezas claras de este hielo no pude encontrar ningún sabor urinario en ellas, sino que aquellas pocas que probé tenían un sabor tan insípido como el agua", escribió el afortunado científico. Siglos después, y hasta hace muy poco, algunos médicos probaban si la orina de sus pacientes estaba dulce en busca de signos de diabetes.

Algunos médicos probaban la orina de sus pacientes en busca de signos de diabetes

En lo que se refiere a probar todo tipo de sustancias la palma se la llevó William Buckland, el primer ocupante de la Cátedra de Zoología en Oxford, que se comía los animales que morían en el zoológico de Londres para conocer mejor su sabor y características. Con este afán igual se comía unos topos que unos moscardones fritos o una marsopa en lonchas. Su gran pericia quedó demostrada durante una visita a Italia, cuando le mostraron una mancha en el suelo de una iglesia que, según los lugareños, se renovaba cada mañana "milagrosamente". Cuentan que Buckland se arrodilló, tomó una muestra de aquella sustancia y tras catarla aseguró a los presentes que aquello era sin ningún género de duda orina fresca de murciélago.

En ocasiones el afán explorador se mezcla con la gula o la pura curiosidad. Es conocida la afición de Charles Darwin a comerse toda clase de animales durante la expedición a bordo del Beagle, incluidos armadillos y agutíes. En la Patagonia probó el sabor del puma y en las Galápagos se zampó algunas iguanas y varias tortugas gigantes. Las tortugas le gustaron tanto que cargó 48 ejemplares en el barco para comérselas en el viaje de regreso. Peter Girguis, biólogo marino de la Universidad de Harvard, estudia la vida en lugares extremos como las fuentes hidrotermales que surgen de las profundidades del océano. En este ambiente tóxico viven algunos gusanos tubulares a los que Girguis y su equipo dieron un tiento. "Tomamos un pedazo pequeño y nos lo comimos crudo", relataba en Livesicence. "Tenía la textura de un perrito caliente al que le hubieras puesto la cabeza de una cerilla. Si no fuera por el azufre, quién sabe, quizá estarían hasta sabrosos".

Otro biólogo marino, Brad Seibel, asegura que el calamar vampiro "sabe poco más que agua salada". Quizá se zampó los cefalópodos siguiendo los pasos del biólogo alemán Bernhard Kegel, quien pasaba la lengua por la superficie de los calamares gigantes varados en las costas del Atlántico para saber si contenían amoníaco. "Tenía que hacer de tripas corazón, pero sólo realizaba aquella operación con animales que tuvieran un aspecto fresco y sano", relata. Muchas veces son los especímenes analizados durante una disección los que acaban en el puchero. "Recuerdo que las sepias que estudiábamos en paleontología acababan convertidas en guiso", explica a Next el biólogo Antonio José Osuna. Un destino parecido al que corrían los conejos de otro experimento con inmunidad que recuerda el científico Ignacio López-Goñi. Por aquello de seguir con la fiesta, los climatólogos y geólogos que extraen grandes columnas de hielo tras perforar en la Antártida utilizan parte del hielo sobrante para echarlo en los gin-tonics.

La costumbre de probar el objeto de estudio está muy extendida en geología, donde determinados minerales se caracterizan por su sabor, y en paleontología, donde si uno quiere estar seguro de que lo que tiene ante sí es un fósil o hueso reciente lo más directo es pegarle un lametazo a la pieza (si se pega a la lengua quiere decir que es porosa, mejor escupir y dejar el hueso a un lado). Pero si hubiera un registro de científicos con un estómago a prueba de bombas, en letras de oro figuraría el nombre del paleontólogo Dale Guthrie, que desenterró un bisonte de 36.000 años y se comió parte del cuello mientras preparaba la muestra.

“A veces mastico la tierra de los sedimentos arqueológicos o paladeo trozos de cerámica o industria lítica”

El arqueólogo Felipe Criado, director del Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC, prueba la tierra de los yacimientos en los que trabaja en busca de pistas sobre su composición. “A veces mastico la tierra de los sedimentos arqueológicos o paladeo trozos de cerámica o industria lítica”, reconoce a Next. En realidad, explica, no percibe información extra ni su paladar sustituye al espectrógrafo. “Mi gesto es ante todo una forma de propiciar una identificación multisensorial con el objeto de estudio”, explica. “Los sentidos, las emociones, son también importantes en el proceso de la investigación, nos aprestan para buscar o comprender retazos de sentido que, a lo mejor de un modo más aséptico, ni siquiera podríamos entrever. Mi gesto es sólo eso, una apertura de la mente con todas sus capacidades para aprestarla para investigar mejor”.

Otro colectivo acostumbrado a saborear las muestras de estudio es el de los botánicos. "Uno de mis profesores de micología", recuerda Álvaro Bayón, "daba ocasionalmente pequeños mordiscos a determinadas setas para identificarlas; fragmentos que solo saboreaba y luego escupía". "Yo también me suelo llevar a la boca plantas cuyos sabores me gustan, cuando las tengo bien identificadas", continúa. "Entre muchos otros, los tomillos, el romero o las ortigas. El sabor de la ortiga me parece fascinante". Denise Dearing, bióloga de la Universidad de Utah, estudia cómo afectan las toxinas de algunas plantas a los herbívoros y para ello no duda en darles un bocado de cuando en cuando. "Suelo probar las plantas tóxicas que se comen mis ratas y conejos", explica. "Normalmente no merecen dar un segundo bocado".

"Suelo probar las plantas tóxicas que se comen mis ratas y conejos"

Las experiencias gustativas suelen ser inocuas, aunque de vez en cuando terminan en intoxicación, en especial cuando los que se afanan en probar las sustancias son los químicos de laboratorio. A pesar de todo, esta costumbre de chuparse el dedo ha conducido al descubrimiento de algunas de las sustancias edulcorantes más conocidas. Un día de 1879, el químico Constantin Fahlberg volvió a casa después de un duro día de trabajo y notó que los rollitos que estaba cenando tenían un sabor dulce y después amargo. Tras chuparse los dedos se dio cuenta de que el sabor procedía de alguna sustancia que se había impregnado en su piel durante los experimentos y al día siguiente empezó a hacer las pruebas que llevarían a descubrir la sacarina. Unas décadas después, en 1937, Michael Sveda descubrió el ciclamato porque se había contaminado la boquilla del cigarrillo y en 1965 James M. Schlatter descubrió el aspartamo al chuparse un dedo para pasar una página y comprobar lo dulce que le sabía. Un afán por chuparlo todo que ha terminado endulzando nuestras vidas.

Imagen: UC Davis College of Engineering (Flickr, CC)

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