Hace poco menos de 4 000 millones de años apareció la vida. Quizá en una charca somera de aguas templadas, como soñó Charles Darwin, unas burbujas moleculares empezaron a hacer copias de sí mismas. Con ello emergía una continuidad histórica, una transmisión vertical de padres a hijos, de las instrucciones genéticas de esos sistemas biológicos primitivos. Pero, muy temprano en esa alba de la vida, existieron intercambios de información genética entre diferentes linajes: transmisiones horizontales de genes.
Las transmisiones genéticas vertical y horizontal son dos caras de la misma evolución. La vertical es uno de los pilares fundamentales de la teoría propuesta por Darwin, lo que él llamó “principio de divergencia”. Esta transferencia genealógica de información genética, de genomas, es la base de la relación arborescente de los seres vivos entre sí. Cualesquiera dos linajes evolutivos están emparentados a través de un antepasado común.
Gracias a las técnicas de secuenciación y análisis computacional de genes y genomas podemos ir mucho más allá que Darwin. Hoy extendemos esta biología comparada a cualquier ser vivo, grande o pequeño, incluyendo los organismos unicelulares más simples o procariotas (arqueas y bacterias). La gran conjetura de Darwin queda confirmada a través de la lectura filogenética de los genomas: toda la vida terrestre comparte un antepasado común universal o LUCA (por sus siglas en inglés).
La transferencia horizontal de genes y genomas forma parte de la naturaleza de las cosas y, como no podría ser de otro modo, del canon contemporáneo de la biología evolutiva.
Lynn Margulis contribuyó, en la segunda mitad del siglo pasado, a que hayamos aceptado con naturalidad que además de la transferencia vertical de información genética, la vida es promiscua y, con mucha soltura, intercambia información entre linajes. A veces esto sucede entre organismos muy alejados evolutivamente, como en el origen de las células complejas con núcleo, o eucariotas, cuando una bacteria y una arquea unieron sus destinos y generaron una diversidad de seres complejos que incluyen, entre otros muchos, los hongos, las plantas y los animales.
El papel de los virus
Desde la profundidad de los tiempos geológicos toda esta evolución celular, procariótica y después eucariótica, ha sido acompañada por los virus. Un universo de entidades evolutivas con la habilidad de entrar en las células, parasitar su maquinaria genética y metabólica y hacer copias de sí mismas.
Probablemente desde LUCA (último antepasado común universal, conocido por sus siglas en inglés Last Universal Common Ancestor), o quizá mucho antes, este intercambio de genes a través de los virus ha acompañado a la evolución celular. Se conocen virus que atacan arqueas, bacterias y eucariotas y constituyen una diversidad fabulosa (virosfera o viroma) todavía muy poco explorada.
Los virus han desempeñado un papel crucial en la evolución, como bien atestiguan las huellas que han dejado incrustadas en los genomas. Pero también queremos saber de los virus como causantes de enfermedades, en humanos y en muchos organismos que nos interesan, como son las plantas y los animales domesticados. Si hay algo que tienen en común los virus es una extraordinaria capacidad de mutar.
Los virus acumulan cambios genéticos a gran velocidad, a veces moviéndose en el filo de la extinción. En esa exploración de diversidad, los virus pueden aprender a saltar de una especie a otra. Para ello, ha de coincidir que el virus acumule mutaciones que le permitan reconocer las células de otra especie, pero, obviamente, que haya también una proximidad o contacto físico entre individuos de las diferentes especies. En el caso de los humanos, se habla de zoonosis cuando se produce el salto desde otra especie animal, dando lugar a una nueva enfermedad. Esta enfermedad emergente puede adquirir proporciones epidémicas si el virus también consigue una buena transmisión entre humanos.
¿Es posible acabar con las zoonosis?
Del mismo modo que en la década de 1960 se erradicaron las prácticas endocaníbales en Nueva Guinea que promovían la transmisión de una enfermedad infecciosa neurológica grave transmitida por unas proteínas llamadas priones (el kuru), nos podemos preguntar si la promiscuidad humana con animales salvajes, asociada con determinadas costumbres o la depredación de los ecosistemas, se podría eliminar para reducir el riesgo de zoonosis.
La convivencia de humanos con aves en el sudeste asiático, el mercadeo de primates no humanos en el África tropical o el tráfico de una diversidad enorme de animales salvajes asociados a las tradiciones culinarias y médicas asiáticas son el escenario de zoonosis descritas en las últimas décadas. Un estudio reciente muestra la correlación entre la sobreexplotación de los ecosistemas, con la consiguiente pérdida de biodiversidad, y la emergencia de nuevas enfermedades virales. Y está muy demostrado el origen zoonótico de muchos virus, como el causante del sida, el virus del Ébola, o los que provocan dolencias respiratorias, como el síndrome respiratorio agudo grave (SARS).
El nuevo coronavirus (SARS-CoV-2), causante de la pandemia de covid-19, es el resultado de la evolución natural a partir de coronavirus presentes en la fauna salvaje, como muestra el estudio detallado de su genoma, que deja como una opción muy improbable que sea el resultado de experimentos de laboratorio. A pesar de las dudas que todavía existen, las pistas científicas actuales señalan el mercado de marisco de Huanan, en Wuhan, como el foco de las primeras infecciones: dos tercios de los primeros 41 pacientes hospitalizados habían estado en el mercado.
En este mercado, el revoltijo de humanos y animales silvestres era espectacular. El SARS-CoV-2 está emparentado con coronavirus de murciélagos, pero su salto desde el pangolín malayo está bajo sospecha. Varias especies de pangolín están amenazadas y son objeto del mayor tráfico ilegal de animales en Asia. Los murciélagos, por su parte, hace tiempo que se han reconocido como grandes reservorios de virus zoonóticos, y en particular de coronavirus, en varias partes del planeta.
Pescados desecados expuestos para la venta en el mercado de Huanan. (Hubei, China, 6 de julio de 2019. Pikitia / Shutterstock
El Fondo Mundial por la Naturaleza (WWF) ha reclamado el cierre de todos los mercados que se nutren del tráfico ilegal de animales salvajes. El 24 de febrero de 2020 el gobierno chino anunció la prohibición del consumo de animales salvajes no acuáticos para la alimentación (la gastronomía Ye wei, un esnobismo entre la pujante clase mediana-alta china). Sin embargo, todavía se permite su comercio relacionado con la medicina tradicional, una ventana a través de la cual quizás se cuele alguna otra pandemia del futuro. Por supuesto, el uso presuntamente «medicinal» de las escamas de pangolín o de los excrementos de murciélago no ayudarán a evitarlo.
La humanidad del Antropoceno afronta retos fabulosos, como la crisis climática o la emergencia de nuevas enfermedades que, embarcadas en aviones, se globalizan rápidamente. Como afirma Sir Martin Rees (En el futuro, Ed. Crítica, 2019), no tenemos dónde escondernos si hay una pandemia o un colapso económico o del suministro de alimentos.
Para afrontar estos retos es necesario repensar muchos aspectos de nuestra vida cotidiana, de nuestras escalas de valores, de nuestras prácticas económicas y culturales, en fin, de nuestra coexistencia con el resto de la naturaleza y, especialmente, de nuestro respeto por los animales no humanos. La vida es promiscua y esto ha modelado la biodiversidad a lo largo de la evolución, incluyendo a los humanos. Pero nuestra responsabilidad como especie consciente es evitar que el lado oscuro de esta promiscuidad provoque daños y dolores evitables.
Aprendamos de la pandemia de covid-19 para anticiparnos a la próxima zoonosis que, quién sabe, puede ser todavía más devastadora.
Una versión de este artículo fue publicado en la revista Mètode de la Universitat de València.
Juli Peretó, Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular e investigador del Instituto de Biología Integrativa de Sistemas I2SysBio (Universitat de València-CSIC), Universitat de València
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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