Craig Blewett es profesor de universidad en Sudáfrica. Cuando termina su clase se dirige a los alumnos y les pide que hagan preguntas para resolver sus dudas. “¿Alguna pregunta?”. Después de treinta segundos de silencio, y tras insistir, un alumno levanta la mano y se lanza: “¿Todo esto entrará en el examen?”. Hasta aquí ninguna sorpresa. La situación se repite en todos los centros educativos y resulta familiar para cualquiera que se dedique a la enseñanza. Pero Blewett ha estudiado el fenómeno con mayor profundidad y cree que, de alguna manera, “hacer preguntas es un arte que está muriendo”.
Blewett hizo su tesis doctoral sobre el impacto de redes sociales como Facebook en la manera de aprender de los alumnos. Su conclusión, como explica en un artículo en The Conversation, es que “los estudiantes ya no leen documentos largos, como artículos académicos” y que “no van en busca de respuestas”. “Solo ponen su duda en sus redes sociales y se sientan a esperar a que las soluciones aparezcan”. Si alguien te puede dar la respuesta, ¿para qué recorrer el camino por tu cuenta? Una comodidad similar a la que proporcionan los grupos de Whatsapp de padres que intentan resolver cualquier problema de sus hijos.
“Hacer preguntas es un arte que está muriendo”, dice Blewett
Blewett no es el único pesimista sobre la curiosidad en el nuevo entorno de redes sociales. Como se recalca en el libro “Los nativos digitales no existen”, hemos dado por supuesto que las nuevas generaciones sabrían manejar perfectamente las herramientas tecnológicas de acceso al conocimiento y lo cierto es que, si no se les entrena específicamente para ello, una gran parte de ellos ni siquiera sabe usar los buscadores. Para Andrea Batista Schlesinger, muchos estudiantes meten los términos de búsqueda, se quedan con los tres primeros resultados y consideran que ya han investigado. “Bajo este comportamiento se esconde la asunción de que Google o cualquier otro motor de búsqueda, en su infinita sabiduría, entiende lo que ellos quieren y se lo dará”, escribe en “The death of 'Why?'”. “Hay poco espacio en ese proceso para el pensamiento crítico, para descifrar el significado de la información que se ha obtenido”.
En el ámbito educativo la cuestión es también un debate abierto. Juan Meléndez, profesor del departamento de Física de la Universidad Carlos III, se quejaba recientemente en una entrevista en Sinc de que la curiosidad tiene un papel “mínimo” en los colegios, donde se dan respuestas prefabricadas que las preguntas que hacen los alumnos, sin ir al fondo de la cuestión. “Por ejemplo, se dice que un cuerpo flota “por el principio de Arquímedes”. Eso no es explicar nada, es dar simplemente un nombre”, denuncia el físico. El niño seguirá sin entender por qué flota un cuerpo pero dejará de hacer preguntas. “Por eso digo que la enseñanza mata la curiosidad científica”, añade. El profesor de Psicología Scott Barry Kaufman se quejaba de lo mismo en otro artículo reciente en The Atlantic. En su opinión, “los colegios están olvidando lo más importante sobre el aprendizaje”, que es fomentar la curiosidad de los alumnos. Y cita varios estudios que indican que uno de los principales indicadores de éxito académico en el futuro es adquirir esa pasión por conocer a una temprana edad.
Algunos profesores denuncian que la curiosidad tiene un papel “mínimo” en los colegios
La curiosidad, de hecho, es una propiedad tan provechosa que está presente hasta las criaturas más ‘simples’. En experimentos con el pequeño gusano C. Elegans, cuyo sistema nervioso tiene apenas 300 neuronas, se ha comprobado que comienza con movimientos exploratorios en su entorno más cercano pero al cabo de 15 minutos cambia su estrategia y se lanza a explorar nuevas zonas para obtener información. Lo mismo se ha visto en hormigas, abejas y polillas, y los científicos consideran que esta actitud es más beneficiosa para estos seres vivos a largo plazo que quedarse estático y sin curiosear por ahí. A fin de cuentas, tanto C. elegans como nosotros mismos somos descendientes de los organismos que exploraron nuevos territorios y llegaron hasta aquí, de modo que no es extraño que la curiosidad tenga algún valor adaptativo.
En el caso de los humanos, la curiosidad ha sido clave en nuestra evolución y supervivencia. Como cuenta el físico Marilo Livio en su libro “Why?” - una elaborada reflexión tratado sobre “lo que nos hace curiosos” - , “entender el mundo que nos rodea, las conexiones causales y las fuentes de cambio, ha ayudado a los humanos a reducir sus errores de predicciones, lidiar con el entorno y adaptarse”. Y aunque se da en unos individuos en mayor o menor medida, y tiene un punto de heredabilidad, sigue siendo un factor importantísimo para configurar las habilidades cognitivas de una persona y su capacidad de aprendizaje. Por eso es esencial que los niños cultiven y mantengan su arma más valiosa para abrir su mente y dotarse de una sed de conocimiento que no les abandone el resto de sus vidas.
Debemos fomentar la curiosidad y formar detectives ‘bajitos’
En los estudios con bebés, por ejemplo, ese impulso de exploración que caracteriza a todos los seres vivos ya está presente y estos muestran preferencia por los estímulos novedosos y de alto contraste, y en especial por aquellos que reducen el nivel de incertidumbre. Este hecho, como recalcaban Celeste Kidd y Benjamin Hayden en un artículo en la revista Neuron en 2015, apunta a que “la curiosidad de los niños parece especialmente apropiada para enseñarles las estructura causal del mundo”. Esto es lo que hacía el padre de Richard Feynman cuando le enseñaba a buscar explicaciones de lo que veía a su alrededor durante sus paseos y a desconfiar de quienes creen que por saber el nombre de una cosa ya saben en qué consiste. Si le hablaba de un tiranosaurio, por ejemplo, no se limitaba a decirle las medidas, sino que le ayudaba a imaginarlo caminando por el jardín o entrando por la ventana de la casa. Y por supuesto no le daba todas las respuestas, sino que dejaba un reguero de preguntas que, como las miguitas del cuento, conducían al descubrimiento de la respuesta.
Este sistema, que no es más que una versión actualizada del método socrático, es especialmente útil a la hora de forjar una mentalidad científica y una visión del universo basada en aquello que podemos responder con pruebas y argumentos. El objetivo es conseguir que la persona consiga desentrañar un problema haciendo una aproximación a todas sus posibles causas y descartando aquello que no tiene sentido. Es decir, formar detectives ‘bajitos’. Mario Livio cuenta en su libro una anécdota maravillosa sobre un trabajo de fin de curso de su hija en la asignatura de ciencias. Debía encontrar un asunto que fuera de su interés y que pudiera resolver con experimentos y escrutando el problema a partir de los datos. Y a la niña se le ocurrió poner a prueba un anuncio de un lápiz de labios que por la época reclamaba ser el más duradero después de muchos besos. De modo que diseñó un experimento que consistía en pintarse los labios con pintalabios de diferentes marcas y realizar series de besos sobe hojas en blanco para ver cuántos era capaz de dar con cada uno. No es para premio Nobel, pero es una manera de aprender a resolver problemas y obtener información fiable.
Les hemos dado las llaves de la gran biblioteca del saber, pero no les hemos proporcionado ningún criterio
Lo preocupante para algunos expertos y educadores es que este es el espíritu que, salvo excepciones, nos olvidamos de inculcar a los estudiantes. Hay quien señala que en la enseñanza de la propia ciencia se está cayendo en el error de creer que basta con saber los nombres de los fenómenos y responder bien a un test para entenderlos en todas sus dimensiones. Hace unos días, sin ir mas lejos, desde la Royal Society se ponía en cuestión la forma en que la ciencia se enseña en las escuelas británicas y se pedía que se ponga el acento en la parte experimental y lúdica, como se hace con la música y las artes plásticas, más que en la parte meramente práctica y mecánica que no les incita a seguir tirando del hilo.
Es esta dificultad para desarrollar la curiosidad o hacer las preguntas adecuadas la que puede estar lastrando a su vez la capacidad de los estudiantes para desenvolverse en el entorno tecnológico. Cuando un chico entra en Google a hacer una búsqueda o en Facebook a consultar una duda, no tiene elementos para distinguir los datos fiables de la basura simplemente porque no le hemos enseñado a desentrañar un problema a partir de la pura curiosidad. Es como si les hubiéramos dado las llaves de la gran biblioteca del saber, pero no les hubiéramos proporcionado ningún criterio para filtrar los contenidos ni encontrar aquello que les pueda ser útil. No solo necesitan saber cosas- que es necesario - sino saber cómo pueden adquirir nuevos conocimientos sin que les cuelen una patraña. Tal vez hace falta que cambiemos el enfoque y que, como dice Blewett, enseñemos a los niños a valorar las preguntas incluso más de lo que lo valoran las respuestas. Y que dejemos de darles la vida resuelta para que puedan enfrentarse a sus propios enigmas.
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