Ciencia

Desahuciados por el sueño ecologista

Cientos de miles de indígenas han sido expulsados de sus tierras con la complicidad de las grandes ONGs conservacionistas y en nombre de un concepto colonialista de la naturaleza. Comunidades y activistas denuncian que las detenciones y torturas continúan ante una sociedad que se siente moralmente superior y se preocupa más por el bienestar de los osos panda que por las vidas humanas.

En la primavera de 2003 alrededor de 8.000 personas de la región de Kuno, en la India, fueron expulsadas de sus hogares y albergadas en 24 aldeas construidas en los límites de una nueva reserva creada para ser el hogar de seis leones asiáticos importados. “Incluso los hombres lloraron aquel día", recuerda el jefe de la comunidad. "¿Es justo hacer esto a 1.600 familias por unos cuantos leones?”. Su caso es uno de los muchos desahucios colectivos en el país, donde se calcula que otras 100.000 familias han sido víctimas de una reubicación forzosa solo para 'salvar' a los tigres. Y es uno más entre las decenas de expulsiones y reubicaciones de comunidades humanas en nombre de la conservación de la naturaleza y el bien del planeta.

“Las organizaciones conservacionistas están ejerciendo un nuevo tipo de colonialismo”

La idea de conservar la naturaleza creando "áreas libres de humanos" nació a finales del siglo XIX con el impulso de John Muir y otros pioneros de la conservación en EE.UU., y se materializó por primera vez en el parque de Yosemite, en California, de donde se expulsó a las tribus indígenas que lo habitaban para salvaguardar el entorno. Las principales organizaciones conservacionistas nacieron abrazadas a esta idea, al tiempo que muchos países copiaron el modelo y crearon reservas naturales de las que expulsaron a sus habitantes primigenios. Así sucedió con los masáis, a quienes las autoridades sacaron masivamente de sus tierras para crear los parques de Ngorongoro, Sererengeti o Amboseli, los pigmeos Batwa, expulsados de sus bosques para proteger a los gorilas, o los bosquimanos del Kalahari, expulsados por el gobierno de Bostwana de una región que casualmente es rica en diamantes. Una historia que comienza con hombres armados que meten a la gente en furgonetas y se los llevan forzosamente a vivir a otra región y que, por sorprendente que parezca, se sigue repitiendo en nuestros días.

"Yo esto lo he visto en África y está sucediendo en todo el mundo, también en Asia", explica Fiona Watson, directora del Departamento de Investigación y Campañas de Survival International, ONG que lleva años denunciando que estos abusos tienen lugar con la complicidad de las grandes organizaciones de conservación de la naturaleza, como WWF (Fondo Mundial para la Naturaleza) o Conservation International. "Es un escándalo, que las propias ONGs están expulsando a la gente, que son los dueños de la tierra", asegura. "WWF es muy agresiva y en los últimos 20 años han trabajado con los gobiernos para echar a los pigmeos de sus bosques y conservar a las especies", señala. En su opinión, estas organizaciones están ejerciendo un nuevo tipo de colonialismo: llegan de los países industrializados para hacer y deshacer sin tener en cuenta a la población local. "Recuerdo el caso de una ONG holandesa de conservación que firmó un contrato con el gobierno de Etiopía que le daba poderes increíbles como poder llevar armas, detener a los indígenas o mandarles a la cárcel si los encontraban matando un antílope", explica a Next. "En el contrato vimos que la ONG tenía poderes que corresponden al Estado para crear un área de conservación a costa de los indígenas".

Una idea equivocada de la naturaleza

Desde que se inició la idea de los santuarios de la naturaleza libres de hombres se han creado en el mundo unos 6.000 parques nacionales y 100.000 áreas protegidas, el equivalente a un 13 por ciento de la superficie de la Tierra. Como explica Mark Dowie en su libro "Conservation refugees" (Refugiados de las conservación), la idea está asentada sobre un concepto erróneo de la naturaleza, que ignora que los seres humanos llevan habitando todos los rincones del mundo desde hace miles de años y modelando los ecosistemas, a veces para bien. En 1964 esta idea quedó plasmada en la propia Ley de la Naturaleza de EE.UU., que definió los espacios naturales como “un área en la que la tierra y los seres vivos no han sido perturbados por el hombre, y donde el propio hombre es un visitante que no se queda”. Esta filosofía ha permitido echar a los Ogiek y a los pigmeos de sus territorios en África, a los Karen en Tailandia y a los Adevasis en la India sin plantearse problemas morales y bajo acusaciones falsas o absurdas. El gobierno de Uganda expulsó a los pigmeos Batwa de sus bosques acusándoles falsamente de matar a los gorilas, cuando ellos nunca matarían a los que llaman “monos con caras humanas”, y los baigas han sido expulsados en India en nombre de la conservación de tigres cuando no cazan este animal que para ellos es “su hermano pequeño”. En ocasiones los engaños son flagrantes, como en el caso de la ONG holandesa APF, que en 2005 reunió a un grupo de ancianos Mursi, en Etiopía, y les convenció para que estamparan sus huellas dactilares en un documento que resultó ser el permiso de cesión de sus tierras y que ellos no sabían leer.

La principal denuncia de Survival internacional contra las ONG conservacionistas (llamadas  BINGO  por sus siglas en inglés, Big International NGOs) es que financian a los ‘ecoguardias’ que vigilan las zonas protegidas y detienen y maltratan a los indígenas que encuentran en la zona. En Camerún, denuncian, los indígenas bakas son víctimas de las patrullas financiadas por WWF. Estos guardas arrestan y golpean a los pigmeos a los que los acusan de “furtivos” porque cazan para alimentar a sus familias. “Cuando vinieron a golpearme aquí, en mi hogar, mi esposa y yo estábamos durmiendo”, relata un hombre baka. “Los mangos caen en el bosque y tenemos miedo de ir a recogerlos. ¿A dónde se supone que iremos? ¿Dónde se supone que nos quedaremos? Si nos aíslan del bosque, ¿a dónde podemos ir?”, relata otro miembro de la comunidad.

Cuando se le pregunta sobre el tema, WWF echa balones fuera. "Hay que recordar que la responsabilidad legal de estos temas es de los gobiernos, defendemos los derechos humanos de los baka y de cualquier otro grupo", asegura Frederick Kwame Kumah, director de WWF en África. En su opinión, es posible que algún guarda forestal haya cometido excesos, pero la vigilancia corresponde a las autoridades de Camerún, no a WWF. Además, insiste, en la mayoría de los casos Survival no ha dado ningún detalle de lo que denuncia, así que no pueden defenderse. Respecto al tema de fondo, Kwame sostiene que la conservación de la fauna es un bien común. "En ningún sitio la gente puede ir por ahí disparando animales sin una licencia", explica a Next. "No hay ninguna comunidad que se pueda imponer a los derechos de otros, incluida la caza de animales. Si una comunidad quiere matar a todos los animales no podemos permitirlo porque esos animales no son suyos, sino patrimonio de la humanidad". 

Es irónico que la sociedad industrializada, que ha destruido su entorno, acuda ahora a dar lecciones

Según el responsable de WWF, sus campañas intentan concienciar a las comunidades baka de las consecuencias que tiene cazar a los animales y agotar los recursos, como si ellos no lo supieran. Y sus palabras destilan un tono paternalista que recuerda al del colonialismo clásico. "Cuando les explicas que los recursos no son ilimitados lo entienden, hay que aprender a manejar eso entre todos", sentencia. Lo llamativo es que la fauna y los bosques que se quieren conservar solo han sobrevivido en las zonas del planeta donde las comunidades indígenas han vivido durante miles de años sin agotar los recursos. Para Fiona Watson, es irónico que la sociedad industrializada, que ha destruido su entorno inmediato, acuda ahora a los territorios indígenas a dar lecciones. "Cuando nos trasladamos a estas selvas hace más de doscientos años, Bangkok era solo una pequeña aldea rodeada de abundante vegetación", explicaba un miembro de la tribu de los Karen, expulsados del santuario de Thung Yai, en Tailandia, para recalcar la contradicción. "Después de todos estos años, nosotros los Karen hemos protegido nuestros bosques por respeto a nuestros ancestros y a nuestros hijos. Puede que si hubiéramos cortado los bosques, destruido la tierra y construido una gran ciudad como Bangkok no estaríamos condenados ahora a una posible expulsión".

La soberbia paternalista alcanza a veces límites insultantes. En Botsuana, donde el Tribunal Supremo dictaminó que los bosquimanos tenían derecho a vivir y a cazar en su tierra, la Reserva de Caza del Kalahari Central, el gobierno no solo ignora la sentencia, sino que considera a los indígenas una especie de raza inferior. “Tenemos la obligación de integrar a los bosquimanos en la modernidad”, aseguraba James Kilo, representante del gobierno en New Xade, la reserva donde trasladaron a la fuerza a miles de bosquimanos. “¿Cómo podemos seguir teniendo criaturas de la edad de piedra en la era de los ordenadores?”. 

“Yo pongo a los tigres por delante. Como especie no deben ser sacrificados en el altar de los errores humanos”

Además del racismo paternalista también está ampliamente extendida la idea de que los seres humanos somos una plaga y que debemos poner la naturaleza como bien superior. William Cronon, por ejemplo, habla de la “enfermedad humana” que “ha infectado la Tierra”. Kent Redford, de la Wildlife Conservation Society, asegura sobre los indígenas que “puede que hablen en nombre de su visión del bosque, pero no hablan en nombre del bosque que queremos conservar” y John Terborgh propone la creación de un ejército que proteja la naturaleza de los hombres. En ocasiones las afirmaciones son aún más contundentes, como Holmes Rolston, de la Universidad de Colorado. “Yo pongo a los tigres por delante”, escribió en 1998, “y apruebo moralmente las políticas actuales, basada en que los tigres, como especie, no deben ser sacrificados en el altar de los errores humanos”.

Un modelo fracasado

El problema, sin embargo, no es solo que se esté poniendo a los animales por delante de los seres humanos, sino que se pone a unos humanos (los occidentales) por encima de otros (los indígenas locales). Así lo demuestra el hecho de que mientras se prohíbe la caza de subsistencia a los grupos expulsados de los parques naturales, se expenden licencias para visitantes extranjeros que pueden cazar a placer esos mismos animales en peligro, como elefantes, leones o rinocerontes. El director de Survival, Stephen Corry, pone como ejemplo lo que está sucediendo en Kanha, en India. “Miles de turistas transitan por el parque en ruidosos vehículos, provocando un gran bullicio en su ansiedad por sacar fotos a los asediados tigres”, asegura. “Mientras, las comunidades baigas que durante generaciones han gestionado cuidadosamente el hábitat de los tigres están siendo aniquiladas a causa de las expulsiones forzosas”.

Los datos, además, indican que la estrategia no funciona, y que las especies siguen disminuyendo en número a pesar de la política de expulsiones, mientras que en la zona donde los indígenas conviven con los animales estos tienen menos problemas. “Los datos no muestran que el tigre aumenta su número sin los indígenas, al contrario, donde ha indígenas hay más tigres, no tiene sentido echarlos desde el punto de vista de la conservación”, insiste Watson. Lo relevante, como recalca Mark Dowie en su libro, es que todas estas ideas se han mostrado equivocadas a la hora de salvar la biodiversidad, que retrocede a ojos vista en todos los ecosistemas. Algunas voces, incluso, acusan a organizaciones como WWF, que reciben dinero de las grandes multinacionales que contaminan el planeta, de estar actuando como cómplices de estos abusos. “El modelo de conservación recreativa inspirado por Yosemite ha fracasado a la hora de proteger la diversidad biológica”, escribe Dowie. “Si de verdad queremos que la gente viva en armonía con la naturaleza, la historia está demostrando que lo más estúpido que podemos hacer es expulsarlos de ella”.

 

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