Las actitudes anticientíficas tienen graves consecuencias. Las tienen en materias relacionadas con la agricultura, la alimentación, la energía y el medio ambiente, áreas en las que las creencias tienen mucha importancia, dado que la gente toma a diario decisiones relativas al uso o consumo de ciertos productos. Más graves pueden ser las consecuencias en el campo de la salud, en el que el recurso a las terapias o prácticas curativas alternativas conduce a algunos pacientes a las puertas de la muerte o a la misma muerte. E importantes son también las consecuencias de índole “ideológica”, pues la proliferación de ese tipo de actitudes socava la pretensión de abordar la resolución de los problemas sociales desde criterios racionales. Además, como acertadamente ha señalado el escritor Mauricio Schwarz, los costes de dichas actitudes, tanto materiales como en vidas humanas, pueden ser muy altos, y la factura no la pagan precisamente quienes las promueven.
“Reaccionamos de forma poco inteligente ante comportamientos anticientíficos”
Muchos apologetas de la ciencia entre los que, con toda seguridad, me encuentro, reaccionamos a menudo de forma poco inteligente ante expresiones o comportamientos anticientíficos. Vemos con tanta claridad que las ideas que se expresan o los comportamientos no tienen fundamento que tendemos a ridiculizarlos. Sentimos –porque creo que el verbo adecuado aquí es sentir, y no pensar- que debemos hacer un reproche explícito, porque creemos tener en tan alta estima la racionalidad y valoramos tanto la ciencia que nos cuesta aceptar que otros no tengan en ella la confianza que pensamos que merece. Además, al hacer el reproche, no distinguimos con facilidad entre quienes se valen de las actitudes anticientíficas con el ánimo de lucrarse sabiendo que están estafando a la gente y quienes, simplemente, creen que dichas actitudes son válidas y benéficas. Nos colocamos en posición de superioridad intelectual frente a esas personas y –justo es reconocerlo- podemos llegar, incluso, a escarnecerlas. Hasta tenemos un término despectivo para designarlas: magufo.
Pero nos equivocamos.
Las actitudes agresivas o despectivas hacen que sus destinatarios rechacen de forma casi militante las ideas o valores que queremos promover. Sea cual sea el motivo, a nadie agrada ser menospreciado. Y si se debe a sus creencias, lo más probable es que nuestras actitudes provoquen lo contrario de lo que se supone que pretendemos. Es una reacción normal de la que, seguramente, tenemos experiencia propia aunque quizás en contextos diferentes.
Antonio Martínez Ron ha escrito aquí, en Next, un interesante artículo acerca de ese fenómeno, conocido como disonancia cognitiva. Tomo prestados dos párrafos de su trabajo, el primero y el último, para explicar lo que quiero decir. Así empieza: “Si quieres convencer a alguien con argumentos no le digas que está equivocado. No hay manera más fácil de reforzarle en sus posiciones y de extender la discusión hasta el infinito. Y si la materia afecta a las convicciones profundas, el sujeto pasará por alto todas las evidencias, por más contundentes que sean. Este proceso mental es frecuente en ámbitos tan polémicos como la oposición a los transgénicos, el apoyo a la homeopatía o el negacionismo climático. Por más evidencias que muestre la comunidad científica, determinadas personas hacen oídos sordos y se convencen aún más de la validez de sus argumentos.” Y con este acaba: “Deberíamos ser más prudentes en general y tratar de escuchar los argumentos del otro antes de darnos por ofendidos. Nuestro cerebro va a hacer todo lo posible por mantenerse en sus trece y nos puede llevar a situaciones de ridículo. La próxima vez que tenga una discusión sobre política, energía o fútbol, es posible que saber no llevar razón sea una enseñanza muy útil”.
“Hay potentes mecanismos psicológicos que conducen a la gente a reafirmarse en sus posiciones”
Por lo tanto, no se trata “sólo” de que a quienes no valoran la ciencia como la valoramos sus defensores les moleste sentirse atacados o menospreciados y reaccionen rechazando nuestra actitud y, por asociación, lo que defendemos, sino que, además, hay potentes mecanismos psicológicos que conducen a la gente a reafirmarse en sus posiciones de partida cuando se les lleva la contraria de forma directa. En muchos casos, llegan incluso a invocar la misma ciencia en defensa de sus posturas y creencias.
Ante ese estado de cosas, se nos dice que hay que tratar de ser convincentes, persuasivos, intentar atraer a la gente a la ciencia. Y se pone especial énfasis en las virtudes de la divulgación. Quizás quienes así opinan están en lo cierto. Y si de eso se trata, está claro que las actitudes de menosprecio son la peor receta. Pero incluso si nuestra actitud es otra y apostamos por la divulgación como vía para atraer al público a nuestro terreno, dudo que eso sea especialmente efectivo. No niego que haya alguna posibilidad de atraer al campo de la ciencia a algunas personas ajenas a él, pero no creo que sean muchas. Por las razones expuestas en un artículo antes citado, no es realista pensar que la divulgación científica tenga demasiadas posibilidades de éxito en ese terreno, y por otra parte, la divulgación necesita receptores interesados y, cuando menos, no hostiles; por eso sus posibilidades son limitadas como herramienta de persuasión.
La clave está en la educación, la divulgación tiene un papel menor
La extensión social de la ciencia y la promoción de sus valores en la esfera pública no puede descansar en un elemento tan débil como la divulgación científica. Las cosas pueden cambiar a mejor, pero para eso el elemento clave es la educación, la tarea que desarrollan los educadores en los centros de enseñanza, porque la instrucción es la herramienta más poderosa para transmitir cultura científica a la ciudadanía. Se me objetará que lo fío largo; es cierto, pero no veo alternativa. Por comparación, el papel de la divulgación ha de ser necesariamente menor.
A la divulgación le corresponden otras funciones. La divulgación o, si se prefiere, la difusión social de la ciencia, tiene un triple cometido ante sí. Por un lado ha de satisfacer la demanda de información científica accesible y de calidad, porque no debemos olvidar que tiene un público amplio -nada despreciable- y creciente. Por otro lado, los divulgadores podemos ser un elemento importante de apoyo a los profesionales de la enseñanza. Algunas experiencias han resultado ser útiles (aquí un ejemplo, entre otros muchos). Y finalmente, la difusión social de la ciencia tiene un efecto propagandístico importante, pues bien hecha contribuye de forma efectiva a elevar el prestigio de la ciencia y de los científicos. No se me ocurre mejor forma de combatir los mensajes que identifican a los científicos con una casta al servicio de los poderosos que difundir la ciencia a la sociedad, destacando sus logros a la hora de mejorar la calidad de vida de las personas y muy en especial, la salud. Pero si algo ha de ser destacado a favor de la ciencia es su condición de herramienta de conocimiento y parte esencial de la cultura humana.
* Juan Ignacio Pérez es catedrático de Fisiología de la Universidad del País Vasco y colaborador de Next.
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