No deja de sorprender que una criatura sobrenatural como el vampiro pueda ser ahuyentado con una modesta ristra de ajos. Sin embargo, este sistema de profilaxis es más antiguo que las más viejas leyendas de chupasangres.
En la Edad Media no era raro que pasaran varios días hasta que un cadáver fuese enterrado. Incluso semanas si las condiciones meteorológicas eran adversas o si, como consecuencia de alguna epidemia, los cadáveres permanecían insepultos muchos meses.
Los enterradores utilizaban un collar de ajos alrededor del cuello para protegerse de los efluvios fétidos de los cuerpos en descomposición. Este hábito pragmático pudo ser confundido con algún tipo de práctica esotérica. El remedio se perpetuó en la costumbre de colgar ajos en ventanas, puertas y chimeneas, al creer que esto ahuyentaba los espíritus pestíferos, una saga variopinta que en Rumanía incluía a los vampiros.
Pero, ¿por qué los vampiros odian los ajos? Desde la primera aparición en la pantalla de Béla Lugosi de la mano de Tod Browning en Drácula (1931), el cine de terror ha insistido sobre el asunto. La literatura gótica fue mucho menos pródiga: en El vampiro (1819) de John William Polidori, la novela que arranca el subgénero, nada se dice de los ajos.
La primera mención literaria al uso del ajo proviene de la novela Varney, el Vampiro; o el festín de sangre (1847), atribuida simultáneamente a James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Presst.
Algunos años después la cosa se perfeccionó. Ya no se usaban los dientes de ajo sino sus flores, una tendencia iniciada en 1897 en Drácula de Bram Stoker. En esta película, el doctor Van Helsing coloca flores de ajo en la habitación de Lucy Westenra, la hermosa víctima del conde Drácula.
Gracias al bibliófilo Philip Spedding conocemos los veinticinco libros en los que se inspiró Stoker. Uno de ellos es el ensayo Supersticiones en Transilvania (1885) de Emily Gerard, que le sirvió para relacionar el origen del verdadero vampiro con la figura del strigoi, un ser del folklore rumano. También que la idea inicial de la novela surgió de las charlas que mantuvo con el intelectual húngaro Arminius Vámbéry. En esas conversaciones salió a relucir la figura de Vlad Draculea, más conocido como Vlad el Empalador, el príncipe de Valaquia y héroe nacional rumano, tristemente famoso por su expeditivo método de castigar a los otomanos que amenazaban Europa.
Vampiros anémicos
Stoker se había doctorado con matrícula de honor en ciencias en el Trinity College de la Universidad de Cambridge (Reino Unido), así que debió tomar buena nota de un dato clínico de Vlad Draculea. El rumano, según cuentan, padecía porfiria eritropoyética, una enfermedad conocida como el “mal de los vampiros” que se caracteriza por retraer las encías, acentuar un crecimiento anómalo de incisivos y caninos, provocar erupciones cutáneas, fotofobia y anemia. Esta falta de exposición a la luz y la anemia provocan la palidez facial con la que se representa a los vampiros.
La anemia porfírica es debida a una alteración de las enzimas que metabolizan las porfirinas, unas cromoproteínas orgánicas que ayudan a formar muchas sustancias importantes en el cuerpo. Una de ellas es la hemoglobina, la proteína en los glóbulos rojos en cuyo grupo “hemo” se transporta el oxígeno a los tejidos. La enfermedad también se manifiesta por una repulsión al ajo, porque el disulfuro de alilo, un componente del ajo, produce la destrucción del grupo hemo.
Por eso comer ajo les sentaba fatal a los vampiros porfíricos.
Hay un último síntoma que presentan los enfermos de porfiria: son muy peludos, porque como consecuencia a la hiperreacción a la luz solar la piel genera mucho pelo para protegerla. Eso no le pasó desapercibido a Stoker, como demuestra su primera descripción del Conde Drácula:
«El pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión. […] No pude evitar notar que sus manos eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma».
Dado que ciertos componentes fitoquímicos del ajo no se descubrieron hasta el siglo pasado, lo que no podía saber Stoker es que ciertas propiedades del ajo hubieran facilitado la alimentación a los vampiros, para quienes la coagulación de la sangre sería un serio inconveniente a la hora de bebérsela.
En 2007, un grupo de investigadores chinos publicó en la revista Food Chemical Toxicology los resultados de unas investigaciones que demostraban las propiedades de antiagregantes plaquetarios de los ajos. Uno de cuyos componentes, el dialil-trisulfidico, tiene la capacidad de inhibir o desactivar la formación de trombina, lo que suprime el sistema de coagulación y la formación de trombos.
La saliva del murciélago vampiro Desmodus rotundus contiene un potente coagulante. Foto Michael & Patricia Fogden
Existen otras sustancias naturales con efecto anticoagulante. Por ejemplo algunos venenos de origen biológico, como los de las abejas, arañas, garrapatas, escorpiones y, sobre todo, los de algunas serpientes.
Como no podía ser menos, las secreciones salivales de algunos vampiros de verdad, los murciélagos hematófagos Desmodus rotundus y Diaemus youngi, tienen componentes con efecto antiagregante. Esto les ayuda a chupar la sangre sin parar, un efecto que le hubiera venido como anillo al dedo al conde Drácula y a otros siniestros señores de nuestras pesadillas infantiles. Como al común de los mortales, un poquito de alioli les hubiera facilitado la manduca.
Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida. Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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