El secreto es fundamental en el espionaje. El momento más crítico para el espía, tanto porque es la razón de su misión como porque es cuando se arriesga a ser descubierto, es el de transmitir la información recogida. Si el mensaje es interceptado lo ideal es que no parezca un mensaje comprometedor, por lo que a lo largo de los siglos se han inventado múltiples formas de esconder los mensajes reales dentro de mensajes aparentemente inofensivos: desde tintas invisibles a códigos extremadamente complejos. Un grupo de investigadores en Israel ha dado con lo que parece ser el no va más en cifrado no cuántico, usando una molécula fluorescente. El mensaje solo puede leerse empleando la reacción química correcta.
El sistema es una especie de máquina ‘Enigma’ de tamaño molecular
Existen dos aproximaciones al problema de transmitir la información de forma secreta. Una es esconderla en un texto que parezca que no tiene valor alguno. Estas técnicas reciben el nombre conjunto de esteganografía, y los romanos ya la empleaban. Algunos, como Plinio el Viejo, combinaron extractos de plantas para conseguir tintas invisibles, por ejemplo. Pero la esteganografía cada vez lo tiene más difícil porque depende de la temperatura, la luz o una disolución química para desvelar los contenidos ocultos de un texto; y esto lo conocen los responsables del contraespionaje. Por otra parte, los mensajes se pueden cifrar para mantener las comunicaciones privadas, pero estos sistemas aún son vulnerables.
Un equipo de investigadores del Instituto Weizmann de Ciencia, en Israel, se ha propuesto desarrollar una solución creativa al problema. No son los primeros en pensar en combinar las técnicas de esteganografía y el cifrado, pero sí en crear una especie de máquina Enigma de tamaño molecular, que responde a ajustes químicos en vez de a mecánicos.
La máquina Enigma se usó durante la Segunda Guerra Mundial por el ejército y, sobre todo, la armada alemanas para cifrar y descifrar mensajes sin miedo, aparentemente, a que fuesen interceptados (un exceso de confianza que permitió a Alan Turing y resto de especialistas de Bletchley Park descifrar el código obteniendo una ventaja decisiva para los aliados). La máquina consistía en una serie de rotores que producían un código; el emisor podía cifrar un mensaje y enviarlo por radio al receptor. Siempre y cuando el receptor conociese los ajustes iniciales de los rotores, podía descifrar el mensaje con su propia máquina Enigma.
Lo que los investigadores han conseguido es que una estructura de aminoácidos fluorescente haga de máquina Enigma. Esta estructura puede enlazarse a distintos compuestos. En primer lugar el emisor convierte el mensaje a código estándar, en el que cada letra termina siendo representada por un número. Entonces disuelve la estructura fluorescente en etanol y le añade uno de los compuestos que pueden unirse a ella; a continuación se mide el espectro de fluorescencia de la combinación. Los valores de intensidad del espectro (medidos cada 20 nm) se convierten en la clave de cifrado. Añadiendo esta clave al código inicial se obtienen una serie de números que se pueden enviar como mensaje cifrado al receptor.
Los productos químicos son accesibles, pero haría falta equipo y personal entrenado
Para leer el mensaje basta saber qué compuesto se añadió a la estructura fluorescente, medir el espectro de emisión y restar esos valores al mensaje recibido, lo que deja el mensaje al descubierto.
Desde el punto de vista esteganográfico, la estructura con el compuesto puede esconderse en papel impreso, desde donde el receptor la puede extraer y disolver para tener acceso al texto cifrado.
Lo mejor, y lo peor, de esta técnica es que necesita unos equipos con algo de sofisticación y personal con un entrenamiento específico para poder operarlo, lo que limita quién puede usarlo. Eso sí, un operativo no tendría demasiada dificultad en conseguir los productos químicos necesarios por ser muy fácilmente accesibles.
Referencia: T. Sarkar et al (2016) Message in a molecule Nature Communications doi: 10.1038/ncomms11374
* Este artículo es parte de ‘Proxima’, una colaboración semanal de laCátedra de Cultura Científica de la UPV con Next. Para saber más, no dejes de visitar el Cuaderno de Cultura Científica.
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