Con frecuencia vemos en prensa y televisión noticias sobre el “preocupante” problema de la obesidad infantil. Lamentablemente, esas noticias pasan y, tiempo después, son substituidas por otras similares. Mientras eso ocurre, los escolares españoles siguen engordando. Exactamente igual que los niños de Malta, Grecia e Italia.
No hay que ser un experto en salud pública ni ser catedrático de estadística para darse cuenta de que, ante tamaño problema, habrá consecuencias a medio y largo plazo sobre la salud de los ciudadanos. La obesidad se relaciona con numerosas enfermedades crónicas, desde las cardiovasculares y la diabetes al cáncer.
A todo esto hay que sumar que los que deberían hacer algo para prevenir ese exceso de peso no lo están haciendo bien. O incluso no están haciendo casi nada. Pondré algunos ejemplos para que el lector no tenga que limitarse a leer cifras y datos de encuestas.
Yo mismo guardo recortes de prensa sobre el “grave problema” del colesterol y la obesidad infantil. Son de 1991. Por aquella época, el gobierno español llevó a la más importante reunión sobre nutrición de la OMS-FAO en Roma un informe en el que afirmaba algo así como que “la población española tiende a alejarse de la dieta mediterránea” y que “algo hay que hacer al respecto”.
Desde entonces, el consumo de legumbre y de pan, por ejemplo, no ha dejado de caer en España, junto con cifras decepcionantes de ingesta de frutas y hortalizas, la base de la dieta mediterránea. Mucha reacción al respecto tampoco es que haya habido.
Sin embargo, numerosos estudios realizados en Estados Unidos y en la misma Europa señalan a la dieta mediterránea como un estilo de vida saludable. De seguirse reduciría las cifras de obesidad, mejoraría drásticamente el número de casos de diabetes, regularía nuestro colesterol, reduciría el cáncer de mama, la hipertensión y la osteoporosis.
Pero lo cierto es que las instituciones españolas hacen nada, o casi nada, para fomentar eficazmente en todos los ámbitos el consumo de frutas, hortalizas, legumbres, frutos secos y aceite de oliva virgen. Sobre todo en las escuelas donde es cierto que los menús de los comedores escolares han mejorado mucho. Eso sí, después décadas de abandono, de fritos sospechosos, de sanjacobos y croquetas.
Por el mismo precio intenten ustedes, adultos, seguir una dieta mediterránea en su lugar de trabajo. Si es estudiante, en su Universidad. O si tienen la poca fortuna de estar hospitalizados o de verse obligados a ir a vivir a una residencia de personas mayores. Lo cierto es que la dieta mediterránea, admirada en todo el mundo, cada día se practica menos en España. Desde las escuelas a las residencias. Y si no la comen los adultos, no podemos esperar que lo hagan los niños, especialmente con el acoso publicitario y social sobre las maravillas de la comida rápida, la hamburguesa y la pizza chiclosa.
Culpables y soluciones
No se molesten en buscar culpables: esa culpa la tenemos todos a la vez. Se trata de un problema social que requiere la implicación de todo el mundo, de todas las instituciones.
¿Ideas?
Que las consejerías correspondientes o el gobierno, de una vez incluyera obligatoriamente una asignatura o temas sobre salud y alimentación saludable en el currículo escolar. En los años 80 estuvo previsto y acabó en un cajón.
Que la actividad física en el entorno escolar fuera mejor y con más horas. Y que, por supuesto, los niños también la hicieran fuera del entorno escolar. Ni se imaginan la de niños que hacen como mucho dos o tres horas, las “obligatorias”, de “gimnasia” semanal en el colegio. Junto con tres horas diarias, o más, de pantallas, móviles y ordenadores.
Que los municipios prevean zonas deportivas suficientes y cercanas para los vecinos.
Que en el menú escolar alguien supervisara de verdad que lo que se dice y se firma en los contratos se lleva a cabo, y que donde pone “menestra de verdura” haya verdura de verdad y no cuatro guisantes esparcidos y tres trozos de zanahoria que el niño ni siquiera se come.
Que en los hospitales y centros de salud hubiera nutricionistas para aconsejar y hacer educación sanitaria sobre alimentación a las mujeres embarazadas o en lactancia, a los escolares y a los adultos. Todo el mundo sabe que se ahorrarían ingentes cantidades de dinero y recursos mediante la prevención, pero parece que la medicación es lo que se prima.
Seguir investigando y conociendo un problema tan complejo y difuso, que abarca a todas las clases sociales y regiones geográficas, es imprescindible.
Hoy, por cierto, solo tenemos estadísticas parciales y estudios demasiado genéricos. Nuestro propio grupo de investigación puede contar cómo hemos detectado bolsas de obesidad infantil de tremenda importancia en sitios como Madrid, teóricamente una región donde la obesidad es poco prevalente. También que cuando en esa localidad madrileña hemos propuesto un plan concreto de intervención al ayuntamiento, las autoridades han preferido ignorarlo para no causar “alarma social”. Ya saben lo de la avestruz.
Si de verdad nos interesa, como sociedad, la obesidad infantil, lo primero es entender que es un problema de todos, en todos los niveles. Y que es imprescindible tener un programa específico, trabajar para mejorar la situación y evaluar su eficacia. Suena a muy técnico, a pesado, a “deme tiempo”. Pero lo de la política, las buenas palabras y la inoperancia ya lo hemos probado y, créanme, con poco éxito.
Jesús Román Martínez Álvarez, Prof. Dr. en el Grado de Nutrición y Dietética., Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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