Ciencia

En política, no todo es razón y emoción

¿Son los cerebros de votantes de izquierdas y derechas diferentes? ¿Apelan unos más a la emoción y otros más a la razón? El neurocientífico Luis Martínez Otero desmonta algunos mitos sobre nuestro comportamiento político.

En su atrevido musical de 1996, Todos dicen I love you, Woody Allen retrata las desventuras de una típica familia burguesa de Nueva York, ricos, liberales en el sentido anglosajón progresista de la palabra y socialmente comprometidos. La única excepción es uno de los hijos, de ideas profundamente conservadoras y votante republicano. Su padre vive en constante conflicto ya que no logra entender cuál puede ser la razón que ha llevado a su hijo a manifestar unas preferencias tan alejadas del resto de la familia. Típico en el director, estas desavenencias se resuelven al final de la película cuando al hijo le diagnostican un tumor cerebral que, para alegría de su padre, una vez tratado, hace que recupere una personalidad más acorde con la de su familia.

Esta idea de que existe una diferencia fundamental en la estructura y función cerebral entre personas con tendencias progresistas y conservadoras se ha ido asentando en las últimas décadas. Estudios recientes sugieren que las personas con tendencias conservadoras tienen menos tolerancia a imágenes desagradables y a escenas que violen sus preceptos morales, especialmente si estas las protagonizan personas de un grupo social diferente. Tienden a mostrar, además, una mayor reactividad frente a las amenazas, con estilos cognitivos, o maneras de pensar, más estereotipados y persistentes, aunque menos sensibles a la complejidad de una situación concreta. Estas diferencias en comportamiento se han asociado a cambios en dos zonas fundamentales del cerebro: se encontró que un mayor progresismo estaba asociado con un mayor volumen de la corteza cingulada anterior, parte del cerebro que monitoriza la resolución de conflictos, mientras que un mayor conservadurismo se asoció con un mayor volumen de la amígdala derecha, tradicionalmente implicada en el procesamiento de información emocional.

Aunque estos datos no determinan necesariamente que exista una relación causal entre la actividad de esas regiones cerebrales y la formación de actitudes políticas, se ajustan tan bien a la nueva corriente de pensamiento que propone una competencia entre procesos racionales y emocionales a la hora de decidir el voto, que han gozado de amplio reconocimiento. Estos modelos duales, razón-emoción, son un grupo de teorías en psicología social y cognitiva que describen cómo las personas piensan acerca de un problema distinguiendo dos modos básicos de funcionamiento: un modo uno relativamente rápido y espontáneo basado en asociaciones intuitivas, y supuestamente emocionales, entre la información recibida y nuestras ideas preconcebidas, y un modo dos más lento y exhaustivo basado en el razonamiento sistemático de los datos disponibles. La facilidad con la que pasemos de un modo a otro podría depender no solo de diferencias en estructura cerebral sino también del contexto; y de ahí viene, probablemente, la creencia popular de que cuando un pueblo se siente seguro vota más progresista y cuando lo hace con miedo vota más conservador, potenciando mecanismos emocionales que definen muy claramente los límites de lo que consideramos nuestro grupo social.

En general, estas teorías suponen que las personas procesan información en modo uno, a menos que sean capaces y estén motivadas para pensar más cuidadosamente y entrar en modo dos.  Eso parecen al menos indicar los resultados de Drew Westen, psicólogo de la Universidad de Emory en Estados Unidos, que en 2004 utilizó imágenes de resonancia magnética funcional para investigar qué áreas del cerebro se activaban cuando los participantes en sus experimentos recibían información positiva o negativa en relación con su opción política y candidato presidencial. Las imágenes mostraban que mientras existía un incremento en la actividad de áreas clásicamente relacionadas con el procesamiento emocional a medida que los participantes analizaban la información recibida, las áreas del cerebro responsables del razonamiento no cambiaban su actividad. Es más, cuando los hechos presentados entraban en conflicto con sus creencias, los participantes los distorsionaban para resolver la disonancia, activándose entonces zonas del cerebro involucradas en el procesamiento de recompensas y restauración de la propia satisfacción. En sus propias palabras, en política "cuando la razón y la emoción se enfrentan, la emoción invariablemente gana."

“Nuestra ideología se basa en creencias inconscientes y sin contrastar con la realidad de los hechos”

Jonathan Haidt, de la Universidad de Nueva York, sugiere en la misma línea que las personas no elegimos racionalmente nuestra ideología, es decir, no examinamos las consecuencias prácticas y morales de las políticas propuestas por los distintos partidos para elegir de entre ellas las más adecuadas. Es más, opina que nuestra ideología se basa en una serie de creencias inconscientes y, en su mayoría, sin contrastar con la realidad de los hechos. La razón solo entraría, a posteriori, para justificarnos, sobrevalorando aquella evidencia que apoya nuestras creencias e infravalorando la que la contradice.

Sin embargo, hoy sabemos por estudios de Luiz Pessoa, en la Universidad de Maryland, y Elizabeth Phelps, en la Universidad de Nueva York, que razón y emoción no pueden segregarse de una manera tan clara como suponíamos. Ambas conforman un estado integrado, una especie de “interpretación emocional”, tan íntimamente interconectadas entre sí que no podrían objetivamente localizarse en distintas zonas o áreas cerebrales. Según Pessoa, nuestros comportamientos más complejos, entre los que encuadraríamos las decisiones políticas, “tienen su base en asociaciones dinámicas de circuitos y áreas cerebrales que no deberían ser conceptualizadas como inequívocamente emotivas o racionales”.

“Nuestras decisiones no podrían tomarse nunca en un cerebro aislado, desconectado del contexto”

Basadas en la emoción, la razón, o en una integrada interpretación emocional, lo que está claro es que nuestras decisiones no podrían tomarse nunca en un cerebro aislado, desconectado del contexto y de su círculo social. El cerebro es, por lo tanto, un participante más del proceso cognitivo, uno muy importante, eso sí, pero dicho proceso le trasciende como una relación entre el individuo, su ambiente e historia previa de experiencias y relaciones sociales.

Los humanos hemos evolucionado para vivir en sociedad. Originalmente organizados en pequeños grupos familiares o clanes, existía una presión evolutiva muy fuerte para mantener la cohesión del grupo frente a la competencia y amenazas que suponían los clanes vecinos. La individualidad, tal y como hoy la entendemos, no existía. Un dicho zulú afirma que “una persona es una persona a través de otras personas”. Más que evaluar las acciones o sus consecuencias inmediatas, aprendimos a valorar a los miembros de nuestro propio grupo muy por encima de los extraños y esto forjó una buena parte de nuestras estrategias de toma de decisiones. Sin embargo, una presión muy fuerte en favor del grupo es contraproducente si las condiciones de vida cambian y necesitamos cooperar, incluso con extraños, en aras de un bien común mayor. En el campo de la política, como en otros aspectos de nuestro comportamiento, las sociedades tienden a polarizarse, pero más que simplemente entre razón y emoción, la batalla interesante parece darse entre un continuo de formas distintas de entender las relaciones humanas; y no deberíamos olvidar que lo enconado de la lucha dependerá de lo intransigentes o no que seamos con aquellos que se apartan de la esencia de nuestro propio grupo.

* Luis Martínez Otero es científico titular en el Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC) y la Universidad Miguel Hernández

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