Ha besado la lluvia al jardín provinciano
dejando emocionantes cadencias en las hojas.
El aroma sereno de la tierra mojada
inunda el corazón de tristeza remota.
Así comienza Meditación bajo la lluvia, un poema de Federico García Lorca incluido en Libro de poemas (1921). Es indiscutible que las sensaciones olfativas gobiernan gran parte del comportamiento humano y que el olor de un pastel recién horneado o la invisible columna aromática que se eleva desde el suelo húmedo después de un chubasco tienen la capacidad de evocar fuertes sentimientos y recuerdos. El famoso petricor…
Aunque la fascinación de la humanidad por el olor de la tierra se remonta a milenios atrás, fue en el siglo XIX cuando los primeros químicos se interesaron por este aroma. En 1891, Berthelot y André extrajeron del suelo un compuesto con el olor característico.
Más tarde, en 1964, dos geólogos australianos del Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation (CSIRO), Isabel Joy Bear y Richard G. Thomas, definieron en la revista Nature que ese olor singular y característico que surge al humedecerse con agua muchas arcillas y suelos secos naturales se debe a un aceite amarillento atrapado en las rocas pero liberado por la humedad. Nombraron al aroma como petricor. El nombre deriva del griego pétros (piedra) e icor, que en la mitología griega era el mineral presente en la sangre de los dioses. Por lo tanto, podríamos decir que petricor significa algo así como la sangre de las piedras.
El aroma se manifiesta cuando el aceite se libera y se mezcla con una molécula llamada geosmina –geo (tierra) y osme (olor)–, un sesquiterpenoide. Se trata de una sustancia química muy olorosa producida principalmente por bacterias del género Streptomyces aunque también puede ser fabricada por mixobacterias, cianobacterias, algunas especies de hongos y se encuentra también en la remolacha.
La abundancia de especies de Streptomyces en el suelo es la causa principal del aroma terroso. Estas especies suelen ser las responsables de la contaminación con geosmina del vino, la cerveza y otros alimentos, o incluso de los suministros de agua potable, lo que confiere un sabor a humedad bastante desagradable. Con frecuencia es acompañada por otro terpeno oloroso, el 2-metilisoborneol.
Canguros y camellos detectan la geosmina a leguas
Muchos animales detectan las moléculas responsables del aroma terroso a concentraciones extremadamente bajas.
La mosca de la fruta (Drosophila melanogaster) dedica todo un circuito olfativo a la detección de geosmina, que induce una fuerte respuesta conductual aversiva en las moscas. Sin embargo, en los mosquitos de la especie Aedes aegypti, responsables de transmitir el dengue, la fiebre amarilla, el zika y el chikunguña, entre otras enfermedades, la geosmina actúa como señal de oviposición porque para que ocurra la puesta de huevos es necesario que exista humedad.
También inducen respuestas electrofisiológicas en las antenas del colémbolo Folsomia candida, un insecto que se siente atraído por ambos compuestos, lo que lo conduce hacia las bacterias del género Streptomyces que las producen. Folsomia candida se alimenta de las colonias de Streptomyces y facilita la dispersión de las esporas bacterianas tanto a través de gránulos fecales como a través de la adherencia a su cutícula hidrofóbica, completando el ciclo de vida de la bacteria. Al adherirse al cuerpo y las patas de los artrópodos, las esporas de las bacterias se dispersan a mayores distancias, brindándoles una mayor posibilidad de éxito reproductivo.
Algunas hipótesis apuntan a que la relación entre la producción de geosmina y la presencia de humedad ayuda a los camellos bactrianos del Desierto del Gobi a localizar oasis en medio del desierto, ya que estos camélidos son capaces de percibir la presencia de geosmina a decenas de kilómetros de distancia. Una vez que los camellos llegan al agua y la beben, se cubren de esporas bacterianas y las diseminan.
Lejos de allí, en Australia, los canguros muestran habilidades similares. Un estudio realizado con estos marsupiales mostró que aproximadamente 2 semanas después de que acontecieran lluvias intensas, el 65 % de las hembras observadas estaban en celo. Debido a que los folículos ováricos tardan unos 10 días en madurar, se concluyó que el estímulo para la maduración era el inicio de la lluvia, que en poco tiempo fomentaría el crecimiento de la vegetación y, por lo tanto, de alimento disponible para los canguros. Así, de alguna manera la producción de geosmina actúa de señal predictiva para elegir el momento adecuado en el que tener descendencia.
Sorprendentemente, flores de diversas especies de cactus producen dehidrogeosmina, provocando una emisión de olores diurnos. Eso apoya la conjetura de que esta molécula puede desempeñar un papel relevante en las interacciones entre las plantas y los insectos polinizadores que buscan agua.
Olor a tierra mojada
Por otra parte, el olfato humano es extremadamente sensible a la presencia de geosmina y es capaz de detectarla a concentraciones muy bajas. Para una especie que tiene un sentido del olfato relativamente pobre, ¿por qué los humanos conservamos tal sensibilidad para este volátil microbiano?
Los sentidos químicos del olfato y el sabor fueron los primeros en desarrollarse cuando comenzó la vida. Nuestro sentido del olfato nos permite escanear el entorno en busca de señales químicas. Incluso los organismos simples de una sola célula pueden detectar productos químicos a su alrededor y reaccionar en consecuencia. Estas señales pueden indicar una oportunidad, como encontrar una fuente de alimento, o un peligro, como la presencia de veneno. Por lo tanto, un buen sentido del olfato será una ventaja evolutiva para cualquier organismo.
Hace unos 200 000 años, nuestros primeros antepasados humanos usaron su sentido del olfato para cazar, para diferenciar alimentos nutritivos de otros nocivos o incluso para huir del fuego y de los depredadores. Y, quizás, para conseguir saciar su sed.
Desde la perspectiva de la psicología evolutiva, debe existir alguna razón por la que la presencia del olor petricor nos cautive. Algunos autores sugieren que la afinidad humana por la geosmina puede estar arraigada desde esos tiempos en que nuestros antepasados nómadas vagaban a través de paisajes áridos en busca de agua. Desde luego, esta sería una razón de peso para responder a por qué nos atrae tanto el olor a tierra mojada y, a la postre, si lo pensamos con detenimiento, una estrategia hermosa, sutil y bucólica que utilizan algunas bacterias para dispersarse y aumentar las posibilidades de supervivencia y colonización de nuevos territorios.
Raúl Rivas González, Catedrático de Microbiología, Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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