El día amanece, un 7 de mayo de 1823. Desde el segundo piso de su casa, convertida en observatorio amateur, Heinrich Olbers da los últimos retoques al artículo con el que dejará su nombre en la historia. Aquella noche histórica terminó con un magnífico amanecer, y condujo a la revelación de una paradoja. Esta paradoja, que otros ya habían señalado antes, cautivará a generaciones de investigadores y neófitos (entre ellos el poeta Edgar Allan Poe) durante los siglos venideros. ¿Por qué las noches son oscuras si hay un número infinito de estrellas?
La pérdida del infinito
La visión de un universo eterno e ilimitado, compartida por Olbers y sus contemporáneos, implicaba que el cielo debería estar poblado por un mar también infinito de estrellas. Pero en aquella feliz madrugada Olbers se dio cuenta de que, ante infinitas estrellas, no importa en qué dirección apuntemos nuestros ojos o telescopios: la mirada siempre interceptaría una de ellas.
Olbers, que había cesado su trabajo de oftalmólogo en 1820 para dedicarse exclusivamente a la astronomía, planteó a la comunidad científica, el 7 de mayo de 1823, la emocionante paradoja que lleva su nombre. Plantea que el modelo cosmológico de la época sugiere que cada punto del cielo debería ser tan brillante como la superficie del Sol. La noche, por tanto, no sería oscura. Cada vez que miramos al cielo deberíamos estar cegados por la luz del infinito mar de estrellas.
En busca de explicaciones
Olbers buscó razones por las que esto no sucede. Planteó que la luz de las estrellas era absorbida por el polvo interestelar que encontraba en su camino hasta la Tierra, y que cuanto mayor es la distancia que nos separa de la estrella, mayor sería la absorción.
Pero el astrónomo John Herschel tiró abajo el argumento. Herschel demostró que cualquier medio absorbente que llene el espacio interestelar eventualmente se calentaría y volvería a irradiar la luz recibida. Por tanto, el cielo seguiría siendo luminoso.
La comunidad científica dejó sin resolver la paradoja planteada por Heinrich Olbers hasta su último suspiro a los 81 años, el 2 de marzo de 1840.
Un enigma para Edgar Allan Poe
Ocho años más tarde, al otro lado del Océano Atlántico, el 3 de febrero de 1848, Edgar Allan Poe, famoso tras la publicación de El Cuervo, presentaba su Cosmogonía del Universo en la Biblioteca de la Sociedad de Nueva York (como hizo con su poema Eureka). Poe estaba convencido de haber resuelto el enigma popularizado por Olbers, como afirmaba en su correspondencia.
Para empezar, Poe propuso, al contrario que el filósofo Immanuel Kant y que el astrónomo matemático Pierre-Simon Laplace, que el cosmos había surgido de un único estado de materia (“Unidad”) que se fragmentó, y cuyos restos se dispersaron bajo la acción de una fuerza repulsiva.
El universo estaría entonces limitado a una esfera finita de materia. Si el universo finito está poblado por un número suficientemente pequeño de estrellas, entonces no hay razón para encontrar una en todas las direcciones que observamos. La noche puede volver a ser oscura.
Poe también encontró salida a la paradoja, aunque el universo fuera finito: si suponemos que la extensión de la materia es infinita, que el universo comenzó en algún instante en el pasado, entonces el tiempo que tarda la luz en llegar a nosotros limitaría el volumen del universo observable.
Este intervalo de tiempo constituiría un horizonte más allá del cual las estrellas lejanas permanecerían inaccesibles, incluso para nuestros telescopios más potentes.
Edgar Allan Poe murió un año después, el 7 de octubre de 1849, a los 40 años, sin saber que sus intuiciones resolvieron el enigma científico del cielo nocturno oscuro más de un siglo después de que él las planteara.
Los “dos hechos y medio” para explicar el cosmos
En el período de entreguerras surgieron múltiples teorías del cosmos, basadas en la relatividad general de Einstein. Además, el campo de la cosmología, hasta entonces reservado en gran parte a los metafísicos y filósofos, comenzó a ser puesto a prueba por las observaciones. Según el radioastrónomo Peter Scheuer, la cosmología en 1963 se basaba sólo en “dos hechos y medio”:
- Hecho 1: el cielo nocturno es oscuro, algo que se sabe desde siempre.
- Hecho 2: las galaxias se están alejando las unas de las otras, como intuyó Georges Lemaître y como mostraron las observaciones de Hubble, publicadas en 1929.
- Hecho 2.5: el contenido del universo probablemente está evolucionando a medida que se desarrolla el tiempo cósmico.
La interpretación de los hechos 2 y 2.5 despertó grandes controversias en la comunidad científica en las décadas de 1950 y 1960. Los partidarios del modelo estacionario del universo y los partidarios del modelo del big bang admitieron, sin embargo, que fuera cual fuera el modelo correcto tenía que explicar la oscuridad del cielo nocturno.
El cosmólogo Edward Harrison resolvió el conflicto en 1964.
Que la paradoja descanse en paz
Desde el Laboratorio Rutherford de Altas Energías, cerca de Oxford, Harrison demostró que el número de estrellas en el universo observable es finito. Aunque son muy numerosas, se forman en cantidades limitadas a partir del gas contenido en las galaxias. Este número limitado, combinado con el gigantesco volumen que hoy cubre la materia del universo, hace que la oscuridad se manifieste entre las estrellas.
En la década de 1980 los astrónomos confirmaron la resolución propuesta por Poe, Kelvin y Harrison. Algunos, como Paul Wesson, incluso formularon el deseo de que la paradoja de Olbers finalmente descanse en paz.
Un cielo dos veces más brillante más allá de Plutón
Pero las buenas paradojas nunca mueren del todo.
Las medidas recientes de la sonda New Horizons, en una órbita situada más allá de Plutón y más allá del polvo del sistema solar interior, indican que el cielo es dos veces más brillante de lo que predecimos sólo en base a las estrellas. Esta vez, o faltan estrellas o hay luz que no vemos. ¿Se trata de un nuevo fondo cósmico?
La cuestión de la oscuridad del cielo permanece pues vigente, y es de gran actualidad científica, 200 años después de que Olbers se planteará por primera vez la oscuridad de la noche y las infinitas estrellas.
Alberto Domínguez, Investigador en Astrofísica, Universidad Complutense de Madrid; David Valls-Gabaud, Astrophysicien, Directeur de recherches au CNRS, Observatoire de Paris; Hervé Dole, Astrophysicien, Professeur, Vice-président, art, culture, science et société, Université Paris-Saclay; Jonathan Biteau, Maître de conférence en physique des astroparticules, Université Paris-Saclay; José Fonseca, Assistant Research, Universidade do Porto; Juan Garcia-Bellido, Catedratico de Fisica Teórica, Universidad Autónoma de Madrid y Simon Driver, ARC Laureate Fellow and Winthrop Research Professor at the International Centre for Radio Astronomy Research, UWA., The University of Western Australia.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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