Los antibióticos son probablemente los fármacos que más han transformado la medicina moderna. Gracias a ellos, enfermedades que en el pasado eran mortales, como la lepra, el cólera, la peste bubónica, la neumonía o la tuberculosis, hoy en día tienen cura.
Además, estos fármacos se han convertido en “herramientas terapéuticas” esenciales para aquellos tratamientos que suelen debilitar el sistema inmune del paciente, lo que comúnmente llamaríamos “nuestras defensas”.
Por ejemplo, en personas sometidas a quimioterapia contra al cáncer, a diálisis para la insuficiencia renal, a los trasplantes o a cirugía general. En estos casos, los antibióticos permiten solucionar los cuadros infecciosos, es decir, las complicaciones que a menudo sufren estos pacientes y que comprometen su salud y, con ello, su recuperación.
Desde el descubrimiento de los primeros antibióticos en 1940, y a raíz del éxito logrado posteriormente con su utilización, se propagó la falsa idea de que se trataban de “medicamentos milagrosos”, con “poderes” capaces de curarlo todo.
Esto llevó a usarlos de forma abusiva y, en muchos casos, inapropiada, en medicina, en veterinaria y en agricultura, incluso para tratar enfermedades no causadas por bacterias. Este comportamiento ha favorecido la aparición y propagación a nivel mundial de las “superbacterias”.
No se trata de microorganismos nuevos, sino “mejorados”, es decir, que han evolucionado y se han adaptado para sobrevivir al ataque del enemigo, los antibióticos.
Lucha contra la resistencia bacteriana
Las “superbacterias” son muy peligrosas para los pacientes hospitalizados o con un débil sistema inmune, ya que se han hecho fuertes frente a los antibióticos, incluso a los más potentes o de último recurso, como la colistina.
La resistencia bacteriana a los antibióticos es un fenómeno natural que no podemos evitar. Es la forma que tienen las bacterias de sobrevivir ante la exposición a un medio hostil.
Sin embargo, es importante recordar que somos muy responsables de los niveles de resistencia actualmente alcanzados y de que se haya convertido en uno de los problemas de salud pública más graves actualmente.
Pese a que la sociedad es cada día más responsable en su uso, gracias al control sanitario y a las numerosas campañas de divulgación y concienciación, todavía queda mucho que hacer en esta lucha, en especial en el ámbito veterinario.
Preocupa especialmente el impacto que la resistencia de las bacterias a los antibióticos tiene en la población de edad avanzada, cada vez más numerosa, en los pacientes hospitalizados, o en aquellos con un sistema inmune comprometido. En estos casos, las opciones de tratamiento son cada vez más limitadas, o ni siquiera existen.
Hacia una concienciación global
La resistencia de las bacterias a los antibióticos tiene un enorme impacto económico en los sistemas de salud y en la sociedad. El Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (ECDC) estima que alrededor de 25 000 europeos mueren cada año como consecuencia directa de infecciones resistentes a múltiples fármacos.
Esto supone un gasto de 1 500 millones de euros en costes adicionales de atención al paciente. A ello, le sumamos las mejoras logradas en el manejo de las enfermedades crónicas, así como el envejecimiento progresivo de la población.
Con todo, la resistencia a los antibióticos está llegando a niveles tan peligrosos que la Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que en el 2050 las muertes por infecciones bacterianas resistentes a los antibióticos superarán a las causadas por el cáncer.
De seguir así, en treinta años unas 10 millones de personas podrían morir cada año debido a este problema. Esto ha llevado a considerar la resistencia de las bacterias a los antibióticos como una de las tres mayores amenazas para la salud humana en las próximas décadas.
El covid-19, un agravante del problema
Aunque todavía es demasiado pronto para evaluar su impacto total, la crisis generada por el covid-19 parece estar recrudeciendo el problema de la resistencia bacteriana a los antibióticos.
Desde que comenzó la pandemia, los estudios realizados en distintos centros hospitalarios revelaron altas tasas de prescripción de antibióticos en pacientes con covid-19.
Quizás lo vivido durante la pandemia por la gripe del 1918 (influenza), y sus consecuencias devastadoras, hiciera suponer que los enfermos pudieran tener neumonía por una infección bacteriana secundaria, además de la infección viral.
La pandemia del 1918 (conocida como la gripe española) destacó porque duró más de un año, infectó a aproximadamente un tercio de la población mundial y mató a más de 50 millones de personas. Numerosos datos muestran que la mayoría de las muertes causadas por la gripe del 1918 se atribuyeron a neumonías bacterianas secundarias.
Aunque los antibióticos no tratan virus como el SARS-CoV-2, los pacientes con covid-19, y en general con cualquier tipo de virus de la gripe general, se vuelven muy susceptibles a contraer una infección bacteriana secundaria, que solo se puede tratar con antibióticos.
Esto sucede porque los virus alteran las defensas innatas y adaptativas del huésped. Por tanto, bacterias como Streptococcus pneumoniae, Staphylococcus aureus u otras colonizadoras aprovechan esta “debilidad” temporal para causar neumonías bacterianas secundarias.
Se estima que entre el 10 y el 30 % de los pacientes con un virus de tipo gripal sufrirán este tipo de problema. El uso tan elevado de antibióticos al que nos hemos visto obligados en los últimos meses por la pandemia por covid-19 podría recrudecer, más aún, el problema de la resistencia a los antibióticos que ya sufrimos. En especial en aquellas regiones del mundo más afectadas.
El SARS-CoV-2 ha demostrado que no es posible desarrollar una cura para mañana y ha reflejado el terrible coste de no estar preparados contra los microorganismos. La resistencia a los antibióticos avanza más lentamente, pero su evolución es implacable.
Concepción González Bello, Profesora Titular del Departamento de Química Orgánica, investigadora principal del Centro Singular de Investigación en Química Biolóxica e Materiais Moleculares (CIQUS), Universidade de Santiago de Compostela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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