El primer problema que tuvo Raúl García en el Atlético de Madrid fue que quisieron obligarle a ser quien no era. Allá por 2007, Javier Aguirre soltó en el césped del Calderón a un caballo percherón al que pedía correr de puntillas, como los zorros. Olfatear. Pensar. Interpretar el entorno con ligereza y tomar decisiones en consecuencia.
El público, claro, no tardó en pitar al jugador al que le chirriaba la cintura al girar. Los rivales le ahogaban y Raúl se azoraba recibiendo de espaldas, forzado a pisar la bola y dar una salida limpia antes de provocar un incendio. En él no había un organizador al uso, pero a todos les era extraño que precisamente Aguirre, quien mejor le conocía, fuese el que le estuviese empujando al precipicio.
Fueron épocas oscuras de Intertotos y sellos extraños en el pasaporte de los atléticos. El navarro, siempre obligado, fue zarandeado por una grada que le consideraba tan intrascendente como muchos de sus compañeros, nuevos ricos en un club que se ahogaba en delirios de un pasado que ya no le correspondía, como hacen las vedettes viejas.
Arañó partidos sin terminar de encontrarse a sí mismo. Aterrizó Tiago, distinguido y mucho más cómodo con la batuta, y el mediocentro que no era mediocentro terminó de menguar del todo hasta volverse de prestado a Pamplona. "El futbolista es como una mujer: si te dice que no a una determinada posición es mejor no insistir", dijo una vez Bilardo.
Colocado en cualquier parte del flanco de ataque, García era la vanguardia de cada desembarco
Allí, lo que parecía resignación al fracaso y una tabula rasa impuesta se convirtió en un exorcismo. Michu y Fàbregas ponían de moda la figura del box-to-box como falso delantero y Raúl García se subió a ese carro. La vida cerca del área en El Sadar le llevó de vuelta al Manzanares como un hombre nuevo. Y allí se encontró con el ‘Cholo’, su mariscal de campo ideal. Él fue quien cayó en la cuenta de que Raúl no era un instrumento de cuerda, sino de percusión. Y lo suyo fue amor a primera vista.
Simeone supo que tenía entre manos a un futbolista al que podía mandar sin miedo a la guerra. Colocado en cualquier parte del flanco de ataque, García era la vanguardia de cada desembarco. Como ariete, tenía ángel para el gol. Como interior disimulado, sus prolongaciones de cabeza multiplicaban las ocasiones del Atleti. Nadie ejemplificaba mejor, además, la resiliencia colchonera. No había quien chocara más ni sufriera tanto. Ninguno era tan genéticamente perfecto para abrazar el cholismo.
Odiado por cada rival pero venerado por cada compañero de trinchera, él peinó un balón que valió media liga en Mestalla, se lanzó de rodillas bajo la lluvia de San Mamés y le gritó al viento en el Bernabéu el gol más bonito del mundo para muchos indios.
Se le va al Atlético el recluta de esa Compañía Easy a rayas que menos tardaba en subir al monte Currahee de cada partido. Sus hermanos de sangre le rindieron honores tras tomar Sevilla. Esos seres salvajes, como los de Truman Capote, que se quedan sin el fusilero al que seguir cuando se pierdan en la batalla.
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