Dos remates a puerta contra ninguno. Un gol contra ninguno. El fútbol jugado al revés, el balón como elemento secundario, con el objetivo indisimulado de no tenerlo, la disputa enconada por perder la posesión (y como la perdió el Atlético, 39% contra 61%, se salió más con la suya). La vida expuesta a una carta, a un detalle. Los centrales como demarcación capital, los jefes, los referentes, y no los delanteros ni los dieces. El juego entendido desde el tradicional punto de vista italiano, que hoy tiene en el Atlético a su mejor apóstol. Intensidad, atención, solidaridad, ninguna estética. El arte de sudar por delante del de combinar. Salir no tanto a tener el mayor número de aciertos (la suplencia de Griezmann no engaña; el talento en esta película ha pasado a ser lo de menos) como a conceder el menor número de errores. Competir. Sobre todas las cosas, competir.
Un fútbol emocionante de ver, pero difícil de degustar. El atractivo cosido únicamente al resultado, a la incertidumbre y el suspense. Un partido de entrenadores. No es instinto de supervivencia o resignación, es elección. Juegan a eso, voluntariamente escogen reducir el fútbol a eso. Italia lo decidió hace décadas y en el Atlético fue Simeone el que lo impuso como estilo de vivir y de campeonar. No es una fórmula creativa (el ingenio se concentra en el balón parado), pero sí paradójicamente ambiciosa. La habilidad de apañárselas para ganar jugando a no perder. Un tostón de toda la vida que el paladar de los atléticos ha aprendido a valorar. Y ya ni bostezan. El mérito no está en lo que tu equipo consigue hacer sino en lo que logra que el rival no haga. El gran triunfo del Atlético, más allá de lo aritmético (en números, sumando Malmoe, la jornada le salió redonda), residió en lo que no fue el Juventus, en lo que lo convirtió. La felicidad basada no en ser tú más, sino en que el otro sea menos.
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