De lo que es Argentina uno se entera en cuanto pone un pie en el aeropuerto. La primera conversación que mantiene es, claro, sobre fútbol. El taxista que te lleva desde Ezeiza hasta el Microcentro de Buenos Aires comparte abiertamente su preocupación en medio de un atasco en la 9 de Julio: él, hincha de River Plate, duda si votar a Mauricio Macri en las próximas elecciones sólo porque éste fue en su día presidente de Boca Juniors.
El fútbol aquí es omnipresente y omnipotente. Todo se explica y todo se soluciona a través de un deporte casi monopolístico, del que cada porteño tiene opinión. Y en semana de Superclásico, esta realidad se multiplica hasta el paroxismo. Está tácitamente prohibido mantenerse al margen. Si no te involucras, te acaba arrastrando.
"Vamos toda la banda, la mafia junta", le sermonea un tipo orondo, de melena grasa, a su pandilla de compadres con pintas de sirleros. Así reciben al foráneo los alrededores de un Monumental que aún le recuerda al visitante que, pese a la prohibición de desplazamiento de las hinchadas rivales, todavía debe andarse con ojo.
Todo en Argentina se explica y se soluciona a través del fútbol
Hasta tres filtros de vallas y otras tantas filas de policías federales malencarados debe cruzar aquel que pretenda acceder al perímetro del estadio. Sin privilegios especiales: cualquiera, seguidor o periodista, es cacheado entre la manada. Y obligado a hacer chitón en fila india. Ya liberados del examen, los cánticos retumban entre el humo de las improvisadas parrillas de choripanes. El Antonio Vespucio Liberti, nombre oficial del templo 'millonario', es el cráter del volcán.
Sólo distraídos por las cámaras de televisión, que alimentan la bravuconería del hincha que se asoma al directo -"¡bostero, la concha de tu madre!"-, la afición local se confía. Gallardo, dicen, le tiene tomada la medida a Boca. Cualquier chispa dentro del estadio sirve para que la hoguera prenda. Saltan a calentar Orión y Sara, los porteros visitantes, y la grada revienta. El que no brinca, no es de la familia.
"Cumbia, cerveza y River", han estampado en una de las cientos de pancartas espolvoreadas por la tribuna. El sentimiento futbolístico argentino se explica a partir de ellas, pequeñas piezas de sabiduría vital. Lo de esta tarde no es sólo ganar; es ser más que el enemigo hasta el próximo cara a cara. En la carnicería, en la escuela o en la oficina. Por algo tan cabal para un entrenador como reconocer públicamente que es más importante ganar una liga que un clásico, en este país se pidieron dimisiones en masa.
Cualquier chispa dentro del estadio sirve para que la hoguera de la grada se prenda
La estampa en la salida de los jugadores al campo es onírica. Papeles al viento y una telaraña de lonas rojiblancas dibujan un paisaje que gozan desde el cielo los aviones que sobrevuelan el Monumental procedentes del cercano Aeroparque. Marca Boca y el soniquete permanente de tambores y palmas se congela por unos segundos. La frustración se ahoga ahora en el árbitro y en Carlos Tévez, comodín para el insulto de cualquier fanático de River.
Lo que sigue es una agonía de setenta minutos en la que nadie quiere pensar en lo que aguarda mañana si su equipo al menos no empata. "El día que me muera, yo quiero mi cajón pintado de rojo y blanco, como mi corazón", canta a pulmón un aficionado con el partido a punto de agotarse. Con una particularidad: el pequeño hincha no tiene más de diez años. Su padre, lejos de escandalizarse, le palmea la nuca con orgullo.
Silbato final y el dramatismo de algunas imágenes parece casi teatralizado. Muchos creen sinceramente haber perdido durante meses el derecho a caminar con la cabeza alta. Es inevitable detener la mirada en otra sábana que cuelga del primer anillo y en su lapidario mensaje de grandes letras rojas: "Estamos enfermos, perdónennos". Tres palabras que definen bien la manera de vivir el fútbol del país de las trincheras de cuero.
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