Carlo Michelangelo Ancelotti nació el 10 de junio de 1959 en Reggiolo, un pueblo de la región italiana de Emilia Romagna, muy próximo a la Lombardía. Es uno de los dos hijos que tuvieron Giuseppe Ancelotti, fabricante de quesos, y su esposa. Reggiolo, lugar verdaderamente hermoso, está relativamente cerca de Mantua, de Módena, de Reggio-Emilia y desde luego de Parma. Carlo, a quien todo el mundo ha llamado siempre Carletto, estudió cuatro años con los salesianos (sigue siendo católico y un fan de don Bosco; también del controvertido Padre Pío) y, como él dice, llegó a obtener un pequeño título como perito eléctrico, pero no le gustaba estudiar. Por su lugar de origen y por su familia parecía destinado a pasarse la vida fabricando queso parmesano, que es de lo que vive todo el mundo en su tierra.
Pero la vida del quesero es dura y sacrificada. Lo es hoy y lo era mucho más hace medio siglo. Carletto se dio cuenta de que, si quería salir adelante, había de cambiar de oficio. Tenía claro que el fútbol no se le daba mal. En cualquier caso, eso era mejor que el queso. Lo dijo en casa. Su madre y su abuela se opusieron frontal e intransigentemente. Aquello del fútbol no les parecía cosa de cristianos. Su padre, Giuseppe, no se subió por las paredes pero se lo advirtió: en eso que quieres hacer triunfan pocos. Piénsalo.
Pero estaba pensado: “El fútbol no es solo un trabajo. Yo crecí en una granja. El fútbol es una vida mejor”, dijo. Y se metió en el equipo juvenil del modesto Unione Sportiva Reggiolo, que viene a ser como la Cultural y Deportiva Leonesa: le echan mucha voluntad pero jamás han dado un disgusto a nadie. Aunque a los 16 años ya jugaba en los juveniles del Parma: Carletto era un adolescente ya bastante alto, fuerte, con muchísimo pelo y con una inquietante ceja –la izquierda– que parecía moverse sola.
Era, ante todo, un tipo tranquilo. Sonriente, sosegado, nada teatrero ni marrullero ni vanidoso ni mal bicho. Tampoco era un divo, no lo ha sido nunca. Hacía un trabajo –su puesto era el de centrocampista– que cada vez le gustaba más y para el que, a pesar de las opiniones familiares, demostraba verdadero talento.
Su primera etapa como profesional fue en el primer equipo del Parma, que jugaba en la serie C (algo así como la tercera división) italiana. La vida de Ancelotti está empedrada de momentos providenciales, de esos que llegan y pasan rápido y hay que tener reflejos para agarrarlos, y ahí se presentó uno de ellos. Fue el 17 de junio de 1979. Jugaba el Parma contra la Triestina. Cesare Maldini, el entrenador parmesano, confió en el hijo del quesero de Reggiolo. Hizo bien. Ancelotti alzó su ceja y marcó, la camiseta blanca con la cruz negra al viento, y el Parma ascendió a la serie B.
Pero ¿por casualidad? estaban aquel día en el campo prácticamente todos los directivos de la Roma, uno de los grandes equipos italianos. Dijeron: ese chaval no se nos puede escapar, sea quien sea. Lo que pasa es que lo mismo habían dicho los del todopoderoso Milan, que no andaban lejos. Ambos clubes se lo disputaron en un feroz duelo de talonarios envenenados. Ganó la Roma y Carletto se fue a vivir a la Ciudad Eterna. Estaría allí durante ocho años, de 1979 a 1987. Empezaron a llegar los títulos (un scudetto y cuatro Copas de Italia) pero también las lesiones: las rodillas del brillante y resolutivo muchacho fallaban peligrosamente, primero una y luego la otra. En 1987, el presidente de la Roma creyó haberle sacado al regiolés todo lo que tenía, y se lo vendió al Milan.
Buena la hizo. El entrenador del Milan, el legendario Arrigo Sacchi, convenció al dueño del club, Berlusconi, para que pagase una exorbitante cantidad de dinero por aquel muchachón que ya tenía 28 años y unas rodillas de cristal. Ancelotti se integró en un equipo que parecía formado por los superhéroes de Marvel: Van Basten, Gullit, Donadoni, Rijkaard, Baresi, Maldini. Aquello sí que era la armada invencible. Llegaron dos scudetti (ligas italianas), una Supercopa de Europa, una Intercontinental y… dos Copas de Europa, nombre de soltera de lo que hoy se llama Champions League. Carletto jugó dos Mundiales, el de 1986 (todavía estaba en el Parma) y el de 1990. Y una Eurocopa, la de 1988. Fue puntal de la selección italiana en 26 ocasiones, hasta que ni siquiera su providencial y taumatúrgico alzamiento de la ceja izquierda pudo con la realidad: las malditas rodillas (y las contracturas, y los desgarros musculares) lo echaron del fútbol activo en 1992.
Ahí llegó otro de los momentos mágicos de su vida: Sacchi, el gran Arrigo Sacchi, uno de los mejores técnicos de la historia del fútbol, lo reclamó como asistente suyo en la selección nacional italiana. Era imposible imaginar una escuela mejor para alguien que amaba el fútbol y que quería convertirse en entrenador. Ancelotti aceptó con una sencilla sonrisa, la de siempre (“Quiero ser feliz en la vida, ¡la gente se crea demasiados problemas!”, decía), y se puso a trabajar. Y a aprender.
Cuando se emancipó de Sacchi y empezó a volar solo, no se le ocurrió mejor cosa que volver exactamente a la casilla de salida. Empezó a entrenar a la Reggiana, segunda división, a dos pasos de su pueblo. Luego siguió en el Parma de sus años mozos. Ya fumaba puros, era costumbre entonces. Luego lo llamaron de la Juventus, donde tuvo en contra a los más ultras de los aficionados turineses.
Y luego (otro momento mágico) le contrataron en el Milan, donde también había jugado a las órdenes de Sacchi. Ahí dio fruto tanto esfuerzo. El equipo ganó una Liga y nada menos que dos Champions: Carletto, ceja va y ceja viene, logró como entrenador el mismo trofeo que ya había conseguido como jugador.
En el siglo XXI, la vida de los entrenadores de fútbol es como la de las golondrinas: eminentemente migratoria. Ancelotti entrenó al Chelsea (ganó la Liga inglesa), luego al Paris Saint-Germain (ganó la Liga francesa), después al Real Madrid (décima Copa de Europa para los blancos, el célebre 4-1 frente al Atlético de Madrid en Lisboa, el 24 de mayo de 2014), más tarde al Bayern de Munich (ganó la Liga alemana), a renglón seguido al Nápoles, a continuación al Everton inglés y por último, en 2021, regresó al Real Madrid. En la capital española acaba de ganar el 35º título de Liga para el equipo blanco.
El palmarés de Carlo Ancelotti como entrenador es de escalofrío. Ha ganado cinco ligas nacionales en cinco países distintos. Ha ganado tres Copas de Europa o Champions League, como se prefiera. Ha ganado ocho premios internacionales al mejor entrenador de aquí y de allá. La revista francesa France Football lo colocaba, hace tres años, en el octavo puesto entre los mejores técnicos de todos los tiempos. A saber qué dirán ahora mismo.
Ancelotti, en su larga carrera como entrenador, dijo alguna vez que clasificaba a los presidentes de los clubes (en muchos casos eso es una forma de llamar a los propietarios) en dos grupos: los presidentes empresarios y los presidentes aficionados. Es obvio que una cosa no es incompatible con la otra, pero la segunda (lo de “aficionados”) pretendía ser más elogiosa y sentimental. El gran Carletto, que lo ha ganado todo en esta vida como jugador y como entrenador, y que está ya en el Olimpo de los técnicos, tuvo la cristianísima caridad de incluir tanto a Berlusconi como a Florentino Pérez en el bondadoso grupo de los “presidentes aficionados”, no de los “empresarios”. Esto es prueba de que sigue siendo la bellísima persona, generosa y tranquila que ha sido siempre. Hasta ahora mismo, cuando dice que, después del Real Madrid, no habrá más banquillos: se retirará. Genio y figura.
La ceja mágica de Ancelotti ha demostrado su impresionante efectividad en los últimos meses. El Real Madrid, en su búsqueda de la decimocuarta Copa de Europa / Champions League, ha vivido situaciones que no se le habrían ocurrido ni a Tarantino. Se libró agónicamente del Paris Saint-Germain, aun perdiendo el partido de vuelta. Logró una remontada de proporciones épicas frente al Chelsea, porque el Madrid perdió en el Bernabéu y ganó en Londres.
Pero lo del 4 de mayo en Madrid está fuera de las capacidades humanas e incluso de las leyes de la Física tal y como las definió sir Isaac Newton. El equipo de Ancelotti había perdido por 4-3 en Manchester, frente a los de Guardiola. En Madrid, partido de vuelta, marcó primero el Manchester. En el minuto 89, el equipo blanco estaba cautivo y desarmado. Pero en ese momento, hay que creer que tras un certero alzamiento de ceja de Ancelotti, Rodrygo, un novato, un chavalín brasileño de 21 años del que los aficionados aún no están seguros de si su apellido se escribe con “i” o con “y”, buscó el balón y lo envió sin contemplaciones al fondo de la red. Bueno. Muy bien. “El del honor”, se decía antes, pero todo seguía perdido.
Pero es que un minuto después la ceja ancelótica volvió a alzarse y Rodrygo, el mismo chisgarabís que parecía meterse por todas las rendijas, marcó otra vez con un certero cabezazo. La eliminatoria estaba empatada. La célebre frase de Charles Maurice de Talleyrand (legendario político francés de principios del siglo XIX): “Lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible”, quedaba hecha trizas. En la prórroga marcó Benzema, como está mandado. El Real Madrid se clasificó para la final de la Champions y, ante su afición, Carlo Michelangelo Ancelotti, el hijo del quesero de Reggiolo, pisó sonrientemente los umbrales de la canonización. Ya tiene la cabeza rodeada por un tenue halo luminoso.
Fue un lance de los que no se olvidarán nunca. Un lance de los que hacen estremecer hasta a quienes se aburren con el fútbol. Ya da igual quién gane la Champions, aunque los del otro equipo finalista (el Liverpool) deben de estar ahora mismo rezando con denuedo a todo el santoral anglicano. Una hazaña como esta acaba en las enciclopedias.
Y su padre le decía: “Piénsatelo, Carletto, que en eso del fútbol triunfan pocos…”.
La ceja del ave fénix
El Ave Fénix no tiene nombre latino en la clasificación creada por Linneo por una sencilla razón: no existe. O sí. Es un animal mitológico que, tal y como lo conocemos hoy, fue inventado por los griegos, aunque hay precedentes muy claros en el Egipto de los faraones (allí lo llamaban Bennu) y entre las antiguas tribus eslavas, donde se le identificaba con la diosa Anivia.
Este extraño pájaro es el símbolo más conocido de la resurrección, de la superación, del vencimiento de la muerte o de las dificultades: renace de sus cenizas cuando muere o cuando arde, que eso, en realidad, da lo mismo. No consta en los anales de la Mitología clásica que el Fénix tuviese familia en el honorable gremio de los queseros, ni tampoco está claro que se le diese bien el fútbol. Ni siquiera se puede demostrar empíricamente que hiciese prodigios moviendo las cejas.
Pero hay que suponer, a la vista de los recientes acontecimientos, que es así, digan lo que digan los adustos diccionarios mitológicos y simbólicos. Renace de sus cenizas cuando todo parece perdido, eso está clarísimo. Y seguramente también fuma puros.
En cualquier caso, es un mito. Por derecho propio. Y la humanidad tiende a no olvidar a sus mitos, por más generaciones que pasen.
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