El instante es inoportuno, es evidente. Con el cadáver todavía caliente de un ultra asesinado por otros de su especie, en medio de un enérgico clima general de basta ya y las autoridades anunciando sanciones ejemplares contra la violencia en el ambiente futbolístico, también verbal, y reclamando a los clubes un compromiso de vigilancia e intolerancia, aparece la barra brava de Carlo Ancelotti entonando canciones ofensivas hacia su eterno rival, el Atlético, en un restaurante popular y concurrido al final de una cena aparentemente subida de vino. Un cántico insultante de procedencia ultra gritado clandestinamente en público por empleados del Real Madrid ante la sonrisa, casi carcajada, de su financiador, el entrenador italiano. Un desliz indiscutible dada la sensibilidad del momento.
Pero al tiempo, pese a la carga de contradicción, una imagen sana y frecuente, con olor a fútbol e innegociable rivalidad. Es fútbol, la saludable enemistad eterna entre los madridistas y los atléticos, que no debe pasar de ahí. Que se vuelve inapropiada y peligrosa por la escasez cerebral de los que no saben medir, de los que se pasan de la raya, de los que convierten un juego en una guerra. Y por eso, como se sabe que están, y que se agarran a cualquier excusa para propasarse, hay que ser cuidadosos. Y más en ámbitos de mucha influencia y exposición.
Aunque los atléticos verdaderos no se han sentido ofendidos por esta prueba de rivalidad, reliigión que profesan y juego que han reído a la inversa (la última vez, cuando los cánticos de Courtois en el Ayuntamiento), Ancelotti se ha visto obligado a pedir disculpas. Eso sí, muy raras. Declarando que es algo que no está bien ni correcto, pero haciéndose el despistado, negando una realidad dentro de la que fue sorprendido por las cámaras de televisión. Ancelotti dice que no sabe si pasó lo que pasó, si sonaron los cánticos que sonaron, pero sin embargo los contempló entusiasmado, los rió a carcajadas.
En un ámbito civilizado (y ése es el problema, que no se sabe si el fútbol está a ese nivel) tampoco ocurrió tanto. Pero las disculpas de Ancelotti están bien, por el momento del delito y por si alguien se hubiera sentido herido, molesto o agredido. Cumplen con ese afán suyo tan característico de intentar quedar correcto con todos. Lo que le desmonta, lo que desconcierta, lo que irrita sobre todo, es su mentira.
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