Carlos Alcaraz Garfia nació en El Palmar (Murcia) el 5 de mayo de 2003. Es el segundo de los cuatro hijos que hasta ahora han tenido Virginia Garfia y Carlos Alcaraz González, también tenista y hoy director de la escuela de tenis del Club de Campo de El Palmar. Y nieto de Paquita y de Carlos Alcaraz, delineante jubilado y aficionadísimo al tenis, a quien saludamos desde aquí muy cariñosamente porque, a sus 87 años, colecciona todo lo que se publica sobre su nieto; así que, sin la menor duda, leerá también este artículo y lo archivará en la nave industrial que pronto necesitará para guardar todos los recortes. El abuelo Carlos es el autor de la fórmula magistral que ha llevado a su nieto al éxito en el tenis: “cabeza, corazón y cojones”.
La biografía académica de Carlitos es forzosamente breve. Hace año y medio estaba estudiando primer curso de bachillerato en el instituto Marqués de los Vélez, de El Palmar. Eso es todo porque la criatura tiene 18 años. Tiene también una tutora con la que se conecta por videoconferencia las más de las noches, allá donde esté. Suele hacer las tareas escolares en los aviones o donde buenamente le pille.
En una familia como esa, era casi inevitable que Carlos empezase a darle al tenis desde poco después de aprender a andar. Le regalaron su primera raqueta a los tres años. Le pusieron su primer entrenador (Carlos Santos Bosque) a los cuatro. A los siete, quienes le veían jugar en el Club de Campo de El Palmar empezaban a darse con el codo y a mirarse unos a otros porque lo de aquel crío no era normal. Carlitos, a esa edad, era un niño como tantos. Moreno, guapo, delgado, un poco cabezón, con una encantadora sonrisa llena de dientes y unos bracitos finos como sarmientos. Pero se colaba en la pista de tierra batida y algo cambiaba. Copiaba la técnica, la manera de jugar que veía en los demás (su padre, que fue subcampeón de España, dejó de ganarle cuando el chaval tenía trece años) y se le ponía una mirada que no se le ha quitado nunca. Una mirada felina, depredadora. Le llamaban Tarzán. No por sus hechuras, desde luego, porque era flaco como una lombriz, sino porque en cuanto pisaba la pista se encontraba en su territorio natural. Como Tarzán en la selva.
De aquel tiempo viene su primera foto con Rafa Nadal, que le sacaba una cabeza de estatura y que sonríe a la cámara mientras el chiquillo pone la cara de devoción que pondría de estar haciéndose una foto con Superman. Por entonces lo dijo: “Yo quiero ser como Rafa. Pero no solo por lo bien que juega sino por lo bueno que es, por lo buena persona. Es un chico estupendo”.
Carlitos –porque era y sigue siendo Carlitos: así le llaman quienes le quieren y ese es el nombre que aparece en su cuenta de instagram, @carlitosalcarazz, con 618.000 seguidores– era un preadolescente imprevisible, desordenado, madridista convicto y confeso, que comía lo que le daba la gana, que lo mismo se iba a pescar con los amigos que a dar una vuelta por ahí, o a jugar al golf, o al ajedrez con el abuelo. Ahí está otra clave: odiaba perder. Al ajedrez y a cualquier cosa. Se enfadaba muchísimo. Su padre y su abuelo, sabedores de que genios hay muy pocos, trataban de meterle en la cabeza que el tenis es un juego, un entretenimiento para pasarlo bien, pero qué va. Carlitos era un carnívoro indomesticable que no se conformaba con menos que la victoria. Le costó tiempo entender que en el tenis, como en todo, unas veces se gana pero otras se pierde. Y que las personas inteligentes aprenden mucho con las derrotas, mientras que los tontos no sacan nada aprovechable de las victorias.
Empezaron a llegar competiciones, campeonatos casi de juguete, los primeros torneos. A los diez años ganó el título nacional sub-12 del Nike Junior Tour, aplastando a chavalotes dos años mayores que él. A los once ganó el torneo Longines y eso le llevó a París, a jugar el campeonato de alevines de Roland Garros. Le recogía una limusina para llevarlo del hotel a la pista y el crío iba mirando por la ventanilla con la boca abierta. Empezaron a llover los títulos. En 2018, cuando apenas tenía ¡catorce años!, logró sus primeros puntos como profesional. Y poco después logró el campeonato de Europa sub-16 en Moscú. El primer torneo profesional llegó a los 16, cuando derrotó en dos sets a un montón de músculos dos años mayor que él, que se llama Timofey Skatov, en la final del ITF Ciudad de Denia. El primer torneo de la ATP 500 lo ganó en Rio de Janeiro, con 16 años, frente a un rival que le doblaba la edad. El primer trofeo Challenger lo obtuvo en Trieste a los 17, después del parón provocado por la pandemia. Su primer partido ganado en un torneo de Grand Slam llegó hace un año, en febrero de 2021, en el Open de Australia: era la primera vez en su vida que el chiquillo jugaba un partido de cinco sets. Luego ya ha sido el no parar.
Sigue viviendo con sus padres en El Palmar, al menos en teoría. Porque se pasa la vida, una de dos: o en los aviones y en los torneos, o en una cabaña de madera que ocupa en la Academia Juan Carlos Ferrero Equelite, en Villena (Alicante). Ferrero, que fue número 1 del mundo, es su actual entrenador, y Carlitos está hoy asistido por una pequeña corte de dietistas, fisioterapeutas, psicólogos y preparadores físicos que, en muy poco tiempo, han convertido a aquel canijo de hace poquísimo en una especie de Thor con músculos por todas partes, que no tiene un gramo de grasa y que posa sin camiseta para la portada de revistas de culto al cuerpo como Men’s Health. Mide 1,85 (solo uno de los diez primeros tenistas del ranking de la ATP, el argentino Schwartzman, mide menos de 1,80), pesa 72 kilos y es el asombro del tenis mundial. Y aún tiene la cara llena de espinillas.
Carlitos Alcaraz está pulverizando todos los récords de precocidad que existían en el tenis: los de Nadal, los de Djokovic, los de Federer, todos menos los de Arantxa Sánchez Vicario. Gana torneo tras torneo a una edad sencillamente insultante. En noviembre pasado ganó el Next Generation ATP Finals 2021 (competición que reúne a los mejores tenistas menores de 21 años) aplastando en la final al norteamericano Sebastian Korda.
En enero de este año fue eliminado (pero por los pelos) por el número 7 del mundo, Matteo Berretini, en el Abierto de Australia (el que ganó Nadal), en un partido agónico de más de cuatro horas. Pero Berretini acabó pidiendo confesión y cayó fulminado por Carlitos un mes después, en el Open de Rio de Janeiro. Luego llegó el torneo de Indian Wells, donde todavía perdió contra Nadal. Y lo último ha sido el inolvidable torneo de Miami, que jamás había ganado un español. Carlitos Alcaraz se alzó con la victoria tras un partido inolvidable contra el noruego Casper Ruud, nº 8 del mundo. Alcaraz es ahora mismo el nº 11. Y ya comienza el torneo de Montecarlo.
El marrullero pero brillantísimo Stefanos Tsitsipas tiene pesadillas con este chico, no sabe cómo ganarle. Lo mismo les pasa a los otros nueve top ten del tenis mundial: le temen. Carlitos tiene una fuerza física prácticamente invencible, una resistencia que no tiene nadie y ha desarrollado algo parecido al don de la ubicuidad: es capaz de estar en todos los lugares de la pista a la vez, porque corre como una centella. Y luego está la mala intención, el instinto predador: el noruego Ruud tardará en olvidar las numerosas “dejadas” casi inconcebibles con que este chavalín de Murcia le obsequió en la final de Miami; esos puntos inauditos, humillantes, irritantes, que destrozan la autoestima del rival. Son una de sus señas de identidad, las copió de Federer, pero… te tienen que salir bien, y a él casi siempre le salen. Lo mismo le da la tierra batida que la pista rápida: es una fiera le pongan donde le pongan, aunque aún no ha tenido tiempo material para hacerse a la hierba de Wimbledon. ¡Es que tiene 18 años!
“Solo le puede frenar una lesión”, asegura quien fue su primer entrenador, Carlos Santos. “Tiene la pasión. Es lo suficientemente humilde como para trabajar duro. Es un buen tipo. Me recuerda a muchas cosas de mí cuando yo tenía 17 ó 18 años… Creo que es imparable”. Eso lo dijo Rafa Nadal.
La Santísima Trinidad del tenis masculino en las últimas décadas (Federer, Nadal, Djokovic) se prepara para hacer sitio a un cuarto genio, o a que el recién llegado jubile a uno o a varios de los anteriores. Mientras, el ya indiscutible príncipe heredero del tenis mundial sigue haciendo los deberes de clase en los aviones, en el hotel, donde puede.
Carlos Alcaraz y el poder del guepardo
El guepardo (Acinonyx jubatus) es un hermoso y elegante felino que vive en diversas zonas de la mitad sur de África y en cientos de documentales de la BBC y de National Geographic, donde es una estrella indiscutible. Lo primero que hay que decir es que hay pocos guepardos, cada vez menos, porque su hábitat desaparece y, digámoslo claro, porque hay que ser muy bueno para ser un guepardo: eso no está al alcance de cualquiera.
Es uno de los cazadores más eficaces del mundo de los felinos, pero eso lleva mucho tiempo de aprendizaje. Cuando es jovencito, el guepardo (también llamado chita, que en sánscrito significa hermoso, elegante) se esfuerza en participar en las cacerías que organiza su madre. Por más talento que tenga, y tiene muchísimo, improvisa. Se precipita. Pierde torneos. Pero eso se acaba a medida que va ganando experiencia, aplomo y desde luego astucia.
El guepardo está diseñado para dos cosas: para matar y sobre todo para correr. En esto es el mejor. Llega a alcanzar los 115 kilómetros por hora, lo cual es deprimente para las gacelas Thompson (que son sus presas favoritas) porque, hagan lo que hagan, por más que salten o zigzagueen o den quiebros, el guepardo siempre está allí, con esa mirada de acero, y las derriba con unas impresionantes dejadas que acaban con la paciencia de medio Serengueti.
Su forma, su elasticidad y su musculatura (y su instinto asesino) están perfectamente diseñados para lograr el éxito en la caza. Se dirá: no puede correr mucho tiempo, tiene poca resistencia. Bueno, vamos a ver: habrá guepardos que sí puedan y guepardos que no, como todo en esta vida, ¿no es verdad? Además, ¿poca resistencia comparado con quién, eh? Si se le compara con cualquiera de nosotros, o incluso con cualquiera de los tenistas de la ATP, el guepardo es más resistente que el titanio, caramba.
Animal territorial, el guepardo sabe esperar, eso sobre todo. Es consciente de que hay otros bichos en la sabana que son algo más fuertes que él y que pueden robarle las presas. Pues aguarda su mejor momento: el del mediodía, cuando leones y hienas y leopardos están aplastados por el calor, y es entonces cuando sale a la pista. Y no hay quien lo pare. No tiene preferencias en cuanto a su zona de caza: lo mismo le da la hierba de la sabana que la tierra batida o la pista dura, él corre igual, da lo mejor de sí mismo y logra todo lo que se propone. Un animal admirable, el guepardo. Seguramente por eso hay tan pocos.
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