Cristiano Ronaldo ya guarda en su museo el Balón de Oro que conquistó la labor de tanta gente y la eficacia innegable de la mejor campaña de publicidad. Así que ya no hay un interés concreto por el que convenga recomendarle que parezca Teresa de Calcuta o Vicente del Bosque. Ni siquiera que proceda como un futbolista normal. Y casualidad o causalidad, el jugador portugués ha regresado a viejos vicios que parecían olvidados, ese tipo de comportamientos que le habían vuelto antipático ante la gente.
Todo en apenas diez días: la rabieta porque Roberto le sacó una chilena; los aplausos de mofa hacia Teixeira, con sonrisa de suficiencia incluida, por mostrarle una amarilla; el reproche a Marcelo tras no pasarle un balón; la discusión con gestos ostentosos hacia Sergio Ramos para que todos vieran que ya lo había hecho dos veces; el arañazo-tirón de pelo a Gurpegi, y, una vez expulsado por Ayza, las palmadas hacia la actuación arbitral con la traducción inequívoca de qué jeta tienes o tienen…
Un regreso al pasado que mantiene ahora al protagonista entre rejas a la espera de conocer el castigo por sus dos últimas feas escenas. Y que lo ensucia por mucho que la propaganda lo presente hoy como víctima de una siniestra persecución o nos haga comulgar con que el chico no menospreciaba al cuarto árbitro sino que anunciaba un ‘after shave’. Porque más allá de esa defensa desesperada con el lícito propósito de suavizar la sanción y limpiarle el expediente, con independencia de que sus provocadores actuaran tan mal o peor que él, que su agredido exagerara el daño o que el colegiado incurriera en defectos de forma al escribir, lo evidente es que Cristiano ha tirado a la basura en tiempo récord su exhaustivo y trabajado lavado de imagen. Como en casi todo, lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Especialmente si el viaje no se hace de forma natural, sino a la fuerza. CR7 ha vuelto a 2012. Hasta el 15 de octubre libra Santa Teresa.
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