Cristiano es vanidoso, individualista, mal encarado y prepotente. O eso dicen. O eso parece. La fama, ingobernable, escurridiza, difícilmente mutable, casi siempre injusta, ha retratado a la estrella lusa como un niñato caprichoso, el reverso tenebroso de la fuerza.
La reputación está siempre muy ligada a las primeras impresiones, no tiene siempre que ver con la realidad sino con el recuerdo inicial, el momento en el que el hombre pasó de desconocido a concepto. Por si no lo recuerdan, Cristiano, para España, era un jovencito que salía en las revistas con Paris Hilton y había costado un precio obsceno. Con ese punto de partida es difícil remontar.
Hoy sabemos algo más. El luso es el segundo mejor jugador del mundo, es extremadamente competitivo, en su carrera ha tenido algunos gestos de claro fastidio cuando no lograba algún trofeo individual. Le pierde la ambición, en ocasiones mal enfocada. También parece un buen compañero, un jugador capaz de emerger como un capitán y de liderar a los de alrededor, algo que en ocasiones olvida por vanidad y termina en discusiones o enfados injustificados.
Es, según hemos podido ver en la última conferencia de prensa, un buen orador, con las cosas claras y un gran dominio de un idioma que no es el suyo. Supo en su día no entrar en el vórtice de cólera un entrenador que sacaba de todos, jugadores, aficionados, periodistas y mediopensionistas, los más bajos instintos. En aquellas mantuvo un discurso propio, mesurado, que le alejó de alguien que estaba destinado a ser una suerte de padre futbolístico.
Alguno lo puede tachar de ingratitud, pues Cristiano siempre pide que saquen la cara por él y con su anterior técnico solía conseguirlo. Se comprende que reclame ese auxilio, pues en no pocas ocasiones ha sido el blanco de la ira de muchos. Ha tenido más ataques que defensas, no ha sido sobreprotegido. Las últimas declaraciones, en las que dice que no considera a la afición española xenófoba, le muestran como alguien que sabe relativizar el insulto, ponerlo en un contexto y darle la importancia justa sin caer en victimismos, algo que no es tan sencillo. Tiene en ocasiones arrebatos infantiles y de exceso de protagonismo, como cuando decidió que no era feliz en el Madrid sin aclarar más circunstancia. Es un intachable profesional, siempre atento al cuidado de su físico, afilado al máximo para que su juego nunca decaiga. Puede no conseguirlo, pero nunca dejará de intentarlo.
Cristiano es cautivo de un mal endémico: el extremismo. En el tiempo de Twitter las cosas no tienen grises, se miden por opuestos, la gente normal no existe, es o bien sublime o bien mezquina, negativa o positiva, nunca intermedia. Su caso no es raro en el fútbol, aunque el luso es más célebre y, por lo tanto, está más escrutado. Pueden verlo también en Casillas, ídolo o villano dependiendo de quién sea preguntado. Del Bosque o Iniesta, que son indubitablemente buenos, sin mácula, sin equivocación posible.
Mourinho, que, como el portero, viaja entre lo supremo y lo más bajo sin caminos intermedios. Nada ni nadie aguanta un análisis tan desvariado. Todos, absolutamente todos, cambian cuando se les observa dejando de lado los prejuicios. Pongan la lupa, escruten el detalle, no se queden con el eslogan, traten de mirar más allá. Cristiano es de los más grandes, pero no deja de ser uno más, con sus bondades y sus miserias.
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