Esa figura desgarbada, 70 kilos en algo más de ciento setenta centímetros, esa agresividad al esprintar, esos ojos achinados y esos codos, afilados como cuchillos, solo podían ser de Abduyaparov. Djamolidine Abduyaparov (Tashkent, URSS, 1964) fue el aterrador ciclista uzbeko que amenizaba las llegadas en llano del Tour de Francia en su corta carrera como profesional (1991-1997), coincidiendo con el apogeo de Miguel Induráin. Hastiado de ganar en las pruebas de los países amigos del socialismo (la Vuelta a Cuba, la Carrera de la Paz), aprovechó la perestroika para revelarse en Occidente, sobre todo en el Tour (nueve victorias), pero también en la Vuelta a España (siete victorias) o en el Giro (una). Sin equipo que lo lanzara, El Expreso de Tashkent conseguía abrirse hueco en la recta de meta con un enloquecer de piernas y hombros que en más de una ocasión dio con sus huesos en el suelo. “Al cabo de dos semanas [de su espectacular caída en los Campos Elíseos en 1991] estaba ya de pie. Nunca tuve miedo. Un esprinter que tiene miedo es un esprínter que frena. Si frenas, nunca vas a ganar”.
El entrecomillado precedente es lo menos polémico que Abdu ha declarado a la edición estival de la revista Pédale!, un nuevo magazine francés que hace pedagogía de las dos ruedas. Mejor velocista de todos los tiempos del bloque excomunista (y uno de los corredores más grandes, junto a los Berzin, Tonkov, Ugrumov), el uzbeko, 49 años, fue entrevistado pocos días antes de la salida del Tour de Francia cerca del Lago de Garda (Alpes italianos), donde vive en soltería y disfruta pescando con su antiguo compatriota del equipo Carrera, Vladímir Pulnikov. “Me gustaría tener hijos, pero las mujeres son complicadas. No quieren trabajar, no quieren ocuparse más de la casa, solo vivir la vida e ir de tiendas. Pero sigo buscando, la vida continúa”.
Justifica su soltería: “Las mujeres no quieren trabajar, solo vivir la vida e ir de tiendas”
Tan pronto carga contra el aletargamiento del ciclismo moderno como evoca con nostalgia la vida en la Unión Soviética. Abduyaparov echa sapos y culebras de las nuevas generaciones. “Hoy en el pelotón hay ocho, diez corredores a lo sumo que se baten el cobre, Cancellara, Sagan, Chavanel, Boonen, los Sky... El resto les mira. Cuando yo corría, todos queríamos ganar. Ahora hay miedo. ¿Por qué?”. Incomprendido, quiere regresar a la competición en el coche de equipo, lejos de los rigores del sillín. “Estoy en un proyecto con jóvenes de 19 a 21 años a los que quiero enseñar cómo se hacen las cosas”.
“Faltan cojones en el pelotón. Hoy los corredores esperan la ayuda de Dios. Pero nunca hay que esperar la ayuda de Dios, uno tiene que ir solo a por todas”, clama este musulmás sui generis (come cerdo y bebe alcohol). Diecisiete victorias en un lustro en las tres grandes vueltas dan fe de que Abduyaparov fue solo y a por todas. Ganaba y perdía con el otro esprínter del momento, Mario Cipollini, que, como el uzbeko, nunca se ponía casco, pero el segundo porque le molestaba y aquel, Il Bello, para que no le chafara la gomina; varias veces enseñó a Cipollini su estilo kamikaze, un atributo inmortalizado por su cara ensangrentada el último día del Tour de 1991. Cruzó la meta con el maillot verde de la regularidad hecho una piltrafa. Pero defiende su inocencia: “Nunca hice daño a nadie. Tiraba de manos, de piernas, de espalda, de todo, pero nunca me salía de mi carril, siempre iba recto”. Tres veces vistió de verde al acabar el Tour (1991, 1993 y 1994), otra en el Giro (1994) y una más en la Vuelta (1992).
¿Por qué una de las personalidades más célebres de Uzbekistán (30 millones de habitantes) añora la niñez en la URSS? “Ahora tenemos libertad, pero también ricos y pobres. La clase media ha desaparecido. Antes todo el mundo era igual y la vida era más bella. Lo lamento y no soy el único: somos muchos los que retrocederíamos en el tiempo. Soy un nostálgico. He vivido una infancia feliz. Mis padres eran personas normales, él conductor, ella cocinera en una guardería. Vivíamos bien, sin grandes lujos pero felices. Hoy si vas a Rusia quiere decir que vas a Moscú o a San Petersburgo, pero fuera de ambas, en los vastos terrenos, es donde está la pobreza. También en Uzbekistán”.
“Lamento la desaparición de la URSS y no soy el único. Soy un nostálgico, fui feliz”
La última victoria de Abdu en una vuelta grande se produjo en el Tour de 1996, el del declive de Induráin. Fiel a su temple impenitente, la ganó en Tulle, Macizo Central, un 14 de julio, arruinando a los franceses su fiesta nacional; y la ganó sin sprint, tras una escapada de 55 kilómetros. Al año siguiente, 1997, abandonó la ronda gala por un positivo por el que el uzbeko acusa todavía al masajista del equipo. “Fue una conspiración del Lotto”, asevera a Pédale!; “el director no me quería, nadie me quería y urdieron una trama contra mí”. Quizás porque hoy se sabe que la EPO la tomaba el 95% del pelotón en los años noventa, Abduyaparov no suena tan convicente al hablar de dopaje. “¿Armstrong? A veces me pregunto para qué montó todo aquello [su supuesta trama organizada de doping]. Al principio, hasta yo le ganaba en la montaña”.
Entre la colección de palomas y pasatiempos como pescar, Abduyaparov insiste en su vuelta al asfalto al frente de una escuadra de jóvenes promesas, un proyecto que prevé certificar “de aquí a dos años”. “Quiero ser su almirante”. Mañana arranca la 100º edición del Tour de Francia con un solo uzbeko: Serguéi Lagutin. Pero nadie como el fiero Abdu.
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