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El bostezo como liturgia del derbi

  

Los derbis ya no se juegan de palabra. La previa, que siempre fue otro partido, ya no se disputa. Se bosteza. Es apagada, aburrida, educada, un trámite que se mastica de forma desganada y protocolaria. Falta imaginación en los medios, también recibir facilidades. Se echa de menos ingenio y predisposición en los protagonistas. Y se ha perdido excitación en la calle, no parece un juego que ya se demande. El calendario contribuye además en esta ocasión al enfriamiento, demasiado inicial la fecha y rota por esa absurda interrupción ya clásica de la selección cuando la competición doméstica no ha terminado de desperezarse. La antesala del derbi es fome, que dicen en Chile.

Hoy el derbi se empieza a jugar exactamente cuando pita el árbitro, no dos semanas antes. Ni una. Ni siquiera justo el día anterior. Los pequeños pases que se dan en el calentamiento son más bien insulsos. No hay provocación, ni reto, ni motivación pública, ni guiños para la galería. Casi al contrario, sobre todo por el costado atlético desde que aterrizó el Cholo, se busca que el personal mire hacia otro lado. Que el rival se relaje o se duerma y el aficionado propio se tape los oídos. Son mensajes los suyos cercanos a la rendición, ofensivos en teoría para los de su bando, pero que por impostados ya pasan de largo. Se han digerido. Ya no se fomenta la expectación. El derbi arranca el sábado a las 20.00 horas. Ni un minuto antes.

Y sin embargo, pese a la deformación del ritual previo, los derbis son más derbis que nunca. Han vuelto a serlo, han recuperado su esencia. Porque ahí abajo, una vez se mueve el balón, la rivalidad es extrema. Y se contagia justo entonces a la grada y la cafetería. Son de nuevo sesiones reñidas y parejas, encendidas, intensas, agresivas, competidas. No estrictamente estéticas, pero sí apasionantes. Los complejos de un lado y la suficiencia del otro, que marcaron el guión los últimos años, han desaparecido. Vuelven a componer una fecha en rojo del almanaque, una cita imprescindible. Hubo un tiempo en que dejó de importar el contexto. El Atlético no daba motivos para creer, se arrodillaba al primer mordisco, y el Madrid se merendaba la velada con las manos en los bolsillos, casi sin intentarlo. Duró mucho esa sensación. Pero ya pasó. El derbi ya no se juega en los prolegómenos, un matiz fascinante que se echa de menos, pero se espera mucho de él. Ya no lo dicen, pero para los protagonistas ese partido ha vuelto a ser el asunto más importante. No se alardea, pero se vive. Se disfruta y se sufre. El derbi ya no dura una semana, sólo 90 minutos. Pero obliga de nuevo a ponerse delante.

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