La Supercopa fue picante desde las alineaciones, con Casillas (al que Arbeloa no saluda) en la puerta del Madrid y James Rodríguez y Di María en el banquillo; con Saúl en el centro del campo del Atlético y Griezmann y Oblak sentados junto a Simeone. Y se animó con el paso de los minutos, fomentando los debates. Casualidad o no, el equipo blanco jugó mejor sin Cristiano, Di María multiplicó por diez el peligro cuando salió, marcó James aunque de churro y falló Casillas en el área chica. Todas esas cosas que revuelven y agitan el Bernabéu.
El Atlético da para menos debates. Confirma que tiene menos desequilibrio individual que el curso pasado (Mandzukic apunta a tronco y Griezmann a prescindible en los planteamientos de esfuerzo que propone Simeone), pero la misma idea costumbre, solidaria y rácana a la vez. El equipo rojiblanco, agresivo y defensivo, convierte en un suplicio los partidos a sus rivales. Pero produce poco o nada. Salvo a balón parado, donde Raúl García insistió en que tiene mucho más gol que juego. Virtud o defecto, es la realidad.
Fue una Supercopa también caliente, con un puñetazo de Sergio Ramos sobre Mandzukic, tras recibir un codazo previo en un salto, como obra cumbre. Luego negó haber hecho nada, se lo juró a Mario Suárez y a Godín. Sólo recibió el castigo de una amarilla. Ambos la vieron. Fue una Supercopa pareja en el desenlace, aunque se jugara en una sola dirección: atacando el Madrid, achicando agua el Atlético.
Y Cristiano sólo jugó una parte. Acabó su participación como acabó el curso pasado. Con problemas físicos, con una sobrecarga que le recomendó tomar precauciones. El superhombre que no se lesionaba nunca, que llegó a sentirse tan fuerte que incluso dejó aquella frase para la posteridad de que sólo se lesiona quien quiere, y que él, como no quiere lesionarse, no se lesiona nunca, ahora no sale de la enfermería. No parece nada serio vuelve a decir la versión oficial, pero ocurrió otra vez. Y sumadas son demasiadas.
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