No fue temeridad del piloto, ni imprudencia de las víctimas, ni incumplimiento de la organización en términos de seguridad. Fue el rally, que puede matar y mata. Que es el deporte con mayor riesgo para el espectador, un peligro fomentado y consentido, advertido, pero también silenciado. Una realidad que quieren ocultar, que se niegan a ver, quienes se creen con el derecho de pasar por encima de las vidas humanas para defender una afición o, según los casos, un negocio. Nadie quiere matar ni morir, pero la posibilidad está ahí, a la salida de una curva, de un error, de una falta o de un simple despiste. En Guimaraes, según parece, todo fue por un despiste. En ningún caso se trata de una pelea en igualdad de condiciones. Entre el coche y el hombre (o el niño), a toda velocidad el uno, parado el otro, está claro quién lleva las de perder.
Un crío de ocho años, otro de 13 y la madre del primero, de 48, fallecieron ayer domingo. Hay además cinco heridos. Ocurrió en Portugal, en el Rally Sprint de Guimaraes. Cruzada ya la meta, cuentan testigos de la tragedia. Las circunstancias cambian, los protagonistas cambian, el escenario cambia. Pero la esencia es la misma. Rally y muerte. Como hace exactamente dos meses, sólo dos meses, en el Rally Sprint de Mielgo (dos muertos y nueve heridos tras ser arrollados por un coche). Aquel fatal accidente que desembocó en un artículo, reproducción casi literal de otros anteriores, y que hoy por desgracia sigue vigente, que levantó sarpullidos y malas formas entre los hooligans de los coches, algunos bien ilustres. Licencia para matar se titulaba bruscamente. Dos meses y un hashtag después, 60 días más tarde de hacerse los ofendidos y mirar para otro lado, las lágrimas pasan de nuevo por encima de la discusión y el postureo.
No quieren verlo. Y las autoridades tampoco se animan a intervenir. Y los periodistas del sector temen que contando la verdad se les acabe no sé qué chollo. Es cierto que ahí dentro surgen medidas bienintencionadas de educación vial, sobreesfuerzos para garantizar la seguridad, pero no alcanza. La buena voluntad no basta. Porque al final, se pongan como se pongan, es una batalla desigual que deja víctimas al mínimo desliz. Una especie de moneda al aire. Una ruleta rusa. Un juego que aunque parezca bajo control nunca está controlado.
Un crío de ocho años, otro de 13, una mujer de 48. Tres muertos. Cinco heridos. Y tampoco esta vez pasará nada.
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