El problema no fue en sí sentar a Messi. El problema de Luis Enrique fue acceder a su privilegio, esas vacaciones de más que generaban agravio y en esta ocasión además complicaban deportivamente al Barcelona. Porque sentar a Messi fue reconocer a gritos que viniendo tan tarde no iba a estar en condiciones de rendir, o no más que sus compañeros. Luego el mal, como ya se denunció por aquí, estuvo en el capricho previo. Y a más, en aquel cambio desactivo ante el Eibar por una negativa del argentino que dejó para siempre al entrenador que parecía de hierro con el culo al aire. El problema fue ése, que no se puede jugar a jefe un cuarto de hora sí y al siguiente, no. Quien se baja los pantalones una vez no se los sube nunca.
Luis Enrique no tiene escapatoria desde aquella tarde en que retrató su fragilidad y cedió en lo más sagrado de la jerarquía. Pero eso no redime a Messi de su condición de niñato. Es el mejor jugador del mundo, nadie lo duda (aunque lo parezca, ni la propaganda), pero es un pésimo profesional. Las pataletas y los caprichos, los ahora no entreno, o no juego, o no te ajunto, no son tolerables ni en los mejores del planeta. O peor, sobre todo quedan feos e insoportables en los mejores.
Y lo peor es que de ese desencuentro ya demasiado visible no se vuelve. El sargento de hierro ya es para siempre el de papel. Y el futbolista ya es para los restos un consentido. Los dos han salido perdiendo. Y también el club. Pero sobre todo el más grande. Él ni se lo imagina, pero nada puede hacer más daño a quien aspira a subirse al trono de todos los tronos del fútbol que esa imagen ya imborrable de insolente niño mimado.
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