El Madrid defiende mal, sigue sin conocer exactamente hacia dónde va, pero al menos ha encontrado munición de ataque, con Cristiano tan letal como siempre y Benzema y Bale casando bien tras un inicio de curso bajo sospecha. El Atlético continúa en plan hormiga, sin levantar la vista, pero sin ceder un centímetro de podio. Sabe a lo que juega y sobre todo cree en lo que juega. Y luego está el Barça, que conserva intacta la cuenta de resultados, pero al que se le ha caído, además de Messi, su deliciosa manera coral de jugar al fútbol. El problema de los azulgranas no tiene que ver con el marcador, sino con su ideología, de la que de repente se están borrando a gritos unos cuantos.
Ya no es que el Barcelona no consiga repetir la excelencia de juego que le aupó a la cima del fútbol mundial durante los últimos años y que le otorgó el reconocimiento de todo el planeta. Lo incomprensible es que aquello por lo que conquistó tantas reverencias, una forma diferente y deliciosa de ser y de jugar, ahora les parece a sus propios actores una cuestión menor, casi una falacia. Como si el Barcelona hubiera tirado de una religión postiza durante todo este tiempo, aquello de que importante es ganar pero sobre todo el cómo se gana. El Camp Nou se ha llenado de pronto de descreídos de sí mismos.
Con Piqué a la cabeza. Que ya lo dijo hace un mes (“exageramos nuestro estilo de juego, hasta el punto de que fuimos un poco esclavos del tiqui-taca”) y que insistió el viernes tras el triunfo plano y gris ante el Espanyol: “Ahora somos prácticos. Igual no jugamos bien, pero estamos ganando. Ya ganamos la Supercopa siendo prácticos. Lo más importante es ganar por encima del juego”. Hace diez minutos, una frase así habría sido considerada en Barcelona una herejía.
Ya no está Guardiola y los paladines de su evangelio, Xavi e Iniesta, de momento no toman el micrófono. Pero Piqué encuentra aliados en su revolución dialéctica. “¿Si podemos llegar al arco rival en tres pases por qué dar 20?”, afirmó Mascherano también esta semana, como si hubiera perdido súbitamente la memoria. Dar 20 toques nunca le pareció al Barça una pérdida de tiempo, sino su mejor secreto para armar el fútbol y ganar.
Y de la misma manera que Florentino Pérez se animó a decir en los tiempos de Mourinho que su alborotada y conflictiva manera de llevar el día a día era igualmente señorío, Sandro Rosell dice ahora que lo de la forma de jugar del Barça es un invento del enemigo. “Los que dicen que el Barça juega mal”, afirmó el viernes, “es que no quieren que nos vaya bien, forma parte del circo. No hay que hacer caso, estamos jugando muy bien”. Así que o mentían antes, cuando se sumaban a la bandera del buen juego como elemento diferenciador de su poder, o mienten ahora, cuando se cosen al resultadismo del que se hace unos meses se desmarcaban.
El fútbol son ciclos en el que en algún momento caben planteamientos antagónicos para llegar a la victoria. Desde cualquier esquina surge un plan ganador que tumba lo vigente y lo cambia todo. Ocurre cada cierto tiempo. Lo inimaginable es que fueran los portadores de la última gran fórmula, la más admirada de todos los tiempos, los primeros en caerse esta vez del caballo. Son los propios culés los que se tiran tierra encima, los que se refieren a su discurso anterior como si de un engaño se tratara. Es de repente el mismo Barça el que reniega de sí mismo.
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