Cual Matt Damon colombiano, un deprimido Jackson Martínez se ha pasado días esperando a que alguien le rescatase. Llegó al Calderón como un punta de planta impoluta y fibras de luchador mandingo, con ese trasunto felino del que habían gozado en Oporto cuando desangraba a dentelladas a los centrales y agarraba los balones de un zarpazo. Pero se va discretamente, como el compañero de clase al que sus padres sacaron del colegio a mitad de curso.
Nunca le ayudó el déjà vu del 'Tren', constante en los mentideros colchoneros. Alguno quiso ver a Gil padre amagando con cortarle el cuello cuando en Vigo colmó el vaso de Simeone. No es que no metiese; es que ni siquiera parecía tener intención de hacerlo. Su confianza se vino abajo y su moral le convirtió en el jugador vulgar que no es. E incluso pareciendo tosco, la grada le amnistiaba. Hasta que renunció a correr y arreciaron los murmullos. En la ribera del Manzanares se perdona la torpeza, pero jamás la desidia.
En esas llegó el mercado de invierno, y con él la sensación de que el club le protegía sólo por no retratar su propia inversión. Diluido en un 'Lost in translation' castizo, el morocho hablaba poco y entendía menos. Así que el cuerpo de paracaidistas del yuan aterrizó para evacuarle. Paradojas del mercado, quien no se adaptó a España pretenderá ahora hacerlo a Cantón, donde su escasa ambición profesional se verá recompensada con el quinto mejor sueldo del planeta fútbol.
Y es que nunca sabremos si la huida de Jackson surge motu proprio. Deja Madrid casi con la nocturnidad con la que se alejó de Milán en verano, quizá arrastrado de la oreja por Jorge Mendes, el agente del palo y la zanahoria. Con él, los banqueros son felices siempre; los jugadores, sólo a veces. La nueva jaula de oro, a imagen y semejanza de la de Falcao en Mónaco, está en el sur de China.
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