Tenía que ser él. LeBron Raymone James. El hijo de Gloria. El orgullo de Akron. El niño que entró en la NBA con la firme convicción de ser el mejor jugador en la historia de este maravilloso deporte es ya un hombre victorioso. Después de 1.476 partidos, 4 anillos, 40.000 puntos anotados, 282 partidos de playoffs y 10 apariciones en las Finales, el legado de LeBron está fuera de toda duda.
El debate, aunque cada vez menos polarizado, está en dónde colocar su figura en el pódium definitivo como el mejor de todos los tiempos (GOAT por sus siglas en inglés).
En el lejano, pero legendario Draft de 2003, la hornada de nuevos jugadores dispuestos a marcar una época era amplía. Aparte de LeBron, indiscutible número uno elegido por los Cavaliers, nombres como Carmelo Anthony, Chris Bosh, Dwyane Wade, David West o Boris Diaw, entre otros, asomaban con esperanza. Fue una generación tremenda, pues hasta los tapados como James Jones, Matt Bonner o Kyle Korver tuvieron grandes carreras, cada uno de ellos en su rol.
LeBron fue un niño con una infancia difícil, abonado a una pobreza crónica, sin figura paterna ni un futuro a largo plazo esplendoroso. Pero poseía un don, el del baloncesto. De talento incalculable, James fue creciendo con la presión de todo un estado como Ohio, sumido en una depresión por el fin de una era industrial que le había dejado de lado, trayendo consigo el desempleo y la ruina.
Necesitados de un ídolo, un referente, LeBron fue dando pasos de gigante, dentro y fuera de las pistas. Su etapa colegial en el St. Vincent-St. Mary se recuerda con el mismo cariño que aquellos eternos veranos persiguiendo la sombra de la chica que un día amamos por primera vez.
El equipo, conocido coloquialmente como the Fab 5, tuvo como estrellas emergentes a Dru Joyce III, Sian Cotton, Willie McGee y Romeo Travis. El talento del quinteto titular les llevó a tres títulos estatales, siendo el equipo número uno de Estados Unidos. Esto le valió a LeBron el apodo de El Elegido (The Choosen One), un peso extra en la mochila del alero. Sin pasar por la Universidad, James dio el salto al profesionalismo, replicando así los pasos de Kobe Bryant, quien también lo había hecho años atrás.
Cleveland Cavaliers era una de tantas franquicias que hacen relleno en la NBA. Uno de esos equipos cuyo sino es acumular derrotas, abandonar cualquier esperanza de alcanzar los playoffs, y rezar porque en el Draft de turno apareciera su mesías. Uno que tomó forma corpórea con LeBron James, nacido en las entrañas de Akron, una pequeña localidad a menos de una hora en coche de Cleveland.
LeBron James en la NBA
Después de 11 temporadas, divididas en dos etapas, el impacto de LeBron en los Cavaliers es parte de la historia de la NBA. El alero consiguió llevar al equipo a cinco Finales de la NBA, especialmente reseñable la hazaña de 2007, cuando el roster de los Cavaliers era poco menos que un cajón de sastres. Jugadores de saldo, competentes en horas bajas y carne de cañón con más alma que talento.
Tras años de sufrimiento, desengaños y lágrimas, el hijo de Akron emigró a Miami, donde creó un equipo de época junto a Bosh y Wade, compañeros de camada en 2003. Cuatro temporadas con dos anillos, disputando las Finales en cada uno de los cursos baloncestísticos. Las malas lenguas dicen que el éxito fue solo a medias, pues la estrella prometió una dinastía imperecedera, pero cualquiera que siga el deporte de élite sabrá lo difícil que es vencer.
A excepción del borrón ante Dallas Mavericks en 2011, los títulos de 2012 y 2013 supieron a gloria. En 2014, con el equipo mirando más al futuro individual que colectivo, los Spurs se redimieron de la derrota el año anterior con una exhibición de baloncesto para los anales.
Empeñado en dulcificar su gesto y la opinión pública, LeBron volvió a Cleveland, donde le aguardaba la inacabada tarea de brindar un anillo a su ciudad natal. Cosas de la vida, con los Spurs en retirada y los Heat cerrados por derribo, Golden State Warriors encontró su sitio en el orden baloncestístico mundial. Curry, Thompson, Green, Iguodala, Barnes, Ezeli y Bogut. Casi nada.
De nuevo, y como le sucedió en Miami, LeBron alcanzó las finales en sus cuatro años de regreso a Ohio, siempre con los Warriors al otro lado de la trinchera. La derrota de 2015 provocó que Golden State eclosionase en el mejor equipo en la historia de la fase regular en 2016, firmando un 73-9 que demolió el registro de los Chicago Bulls de 1996.
Sin embargo, la profecía lleva escrita tantos años como días tiene el mundo, y en ella se decía que el elegido, el hijo de Gloria, traería la dicha al estado de Ohio. Sin importar la sangre vertida en el camino. Acompañado de un Kyrie Irving colosal, los Cavaliers remontaron por primera vez en la historia del baloncesto un 3-1 adverso en las Finales, conquistando el ansiado anillo en el séptimo y definitivo encuentro en la Bahía. Lágrimas de mármol.
El dolor de la derrota llevó a los Warriors a firmar a Kevin Durant, lo que terminó de romper la liga, llevando a los Warriors a los placenteros triunfos de 2017 y 2018. Solo una grave lesión del 35 impidió el three peat ante Toronto Raptors en 2019.
Con los anillos, decenas de récords fueron quebrándose al paso firme del Quijote de Akron, que en pocas temporadas empezó a acumular hitos otrora inalcanzables. Jugador con más partidos y puntos en playoffs, quinto máximo anotador histórico, cuarto, tercero, segundo...
El nombre de Kareem Abdul-Jabbar y sus 38.387 puntos parecían una cima inalcanzable. Como el registro de Stockton en asistencias y robos, el récord del center parecía seguro, pero las temporadas pasaban y LeBron subía y subía. Entretanto, su legado fuera de las pistas se agiganta. Colegios, becas y miles de millones en beneficencia para ayudar a los que, como él, un día no tuvieron nada. Un tipo familiar, que había dejado los egos y las niñadas del pasado en el rincón de la madurez.
De Cleveland a Los Ángeles, rumbo a los Lakers. Primer salto de conferencia y nuevo éxito para la franquicia oro y púrpura, que llevaba sin un entorchado desde 2010. La burbuja de Orlando dio a los Lakers el anillo número 17, el cuarto de un LeBron cuya sombra había alcanzado incluso al innombrable Michael Jordan.
Aquí en España, país cainita por antonomasia, rechazamos la ruptura de un ideal con tal de no abrazar lo transgresor, pero en Estados Unidos las voces más autorizadas ya llevaban años elevando el debate del mejor de siempre a solo dos nombres: Jordan y LeBron.
Faltaba una barrera por derribar, y cayó ante Oklahoma. En el Staples Center y con un movimiento marca de la casa, el mismo que finiquitó a los Spurs en el séptimo de 2013, LeBron James abrazaba la eternidad. Ya era suyo. Nadie podía quitárselo. Era el más grande de todos los tiempos.
Inmersos en pleno 2024, el alero camina por una senda peligrosa, la que separa sus últimas temporadas del abismo. El físico aguanta, la cabeza está mejor que nunca y la ambición, como siempre, desmedida. Falta ver si los rosters acompañan en la pelea por el quinto anillo.
Porque no, la historia de LeBron nunca estuvo ligada a un número, aunque siempre le mediremos así. Lo suyo es un duelo con el creador, una mesa poderosa donde solo se sientan tres personas. James Naismith, el creador del juego de los juegos, Michael Jordan y él. Y hace tiempo que no en ese orden. Larga vida al 23.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación