Javier Faus estuvo torpe, poco inteligente, gratuitamente exhibicionista. Aunque su discurso estaba cargado de razón (no tiene sentido revisar cada año las condiciones económicas de los contratos de larga duración de un futbolista), su frase, que sonó despectiva, metió en aprietos innecesarios al club del que es directivo. Pero la respuesta de Messi en RAC 1 ha sido desproporcionada, incendiaria, desafiante, caprichosa e improcedente. Una bofetada al jefe que pone al Barcelona contra la pared, le obliga a intervenir en virtud del más mínimo principio de autoridad o a tener que quedar retratada como una institución pusilánime, arrodillada ante su consentida máxima estrella.
El mejor jugador del mundo tiene cosas de niño mimado. Ocurre en tantas ocasiones que parece que es inherente a dicha condición. Con Messi ha quedado de manifiesto en cuestiones variopintas que han tenido que ver igual con alineaciones que con entrenamientos, con posiciones en el campo que con balones que un compañero no le pasa. Pero sus caprichos nunca habían alcanzado hasta ahora el listón de combate público. No es este caso una información descubierta desde el exterior que el barcelonismo puede despejar con teorías victimistas y conspiratorias. Esta vez ha sido el propio jugador argentino el que se ha encargado intencionadamente de prender el fuego. Quería que la bomba estallara en la calle.
Messi quiere pelea. Y eso abunda en esa sensación de fin de etapa que apuntaron hace tiempo algunas informaciones y oficialmente se desmintió. Encuestas repentinas, ofertas de traspaso encima de la mesa, lesiones que cuestionan la profesionalidad del jugador, líos extradeportivos, multas y ahora esto. A la vista del presente, el futuro pinta mal. El recelo no es hacia fuera, sino hacia dentro. Y mutuo. Hay desencuentro. Ya no hay ninguna duda.
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