Eran las cinco de la tarde y la gente se arremolinaba alrededor de la estatua de Eusebio, protegida en una urna de metacrilato y cubierta de bufandas de todo el mundo. Del Madrid a Timor Leste. Las dos aficiones, viejas enemigas, convivían sin problemas en las inmediaciones del estadio. Poco cántico, algo de frialdad por la disparidad de camisetas que rodeaban Da Luz.
Para acceder al recinto había que dar la vuelta al mundo, cientos de vallas, miles de empleados de seguridad creaban un cerco enorme para acceder al estadio. Podía haber conflictos, pero si los hubo fueron escasos. La afición había llegado en trenes multicolores, cuajados de camisetas de ambos equipos. Por carretera y en avión, de todas las maneras posibles. Mucha gente se dejó parte de sus ahorros, casi todos sufrieron angostura y viajes pesados. Peor era perdérselo.
Lo que se vivió en Da Luz fue, en buena lógica, uno de los partidos más dramáticos de la Copa de Europa. Quizá hasta ahora la marca de la marea la marcaba el Manchester United–Bayern que terminó con remontada épica en los minutos finales. Alguno apostará por la final de Estambul en la que el Liverpool remontó los tres goles de desventaja que el Milan llevaba al descanso. Sin duda alguna la de Lisboa entrará en la lista de candidatas. Una final entre enemigos íntimos, conciudadanos. En Madrid, quien no tiene un amigo del equipo rival, es que tiene pocos amigos. Y un final así, tan cruel, copiando el guión de la historia… Pasará mucho tiempo y aún se recordará lo que pasó.
No había más que mirar la grada para sentir el drama. La afición atlética suele estar más afinada, tiene más repertorio de canciones y es muy bullanguera. Lleva la fidelidad hasta la locura. Quizá por eso, en buena parte del partido, se impusieron en el cántico a sus rivales. El más alto, sin embargo, correspondió a la hinchada blanca. Es una letanía muy frecuente en los estadios deportivos, propia de quien tiene que remontar: “Sí, se puede. Sí, se puede”. Es facilona, sencilla de cantar y retumba como pocas. “Sí, se puede. Sí, se puede”. Y así, con ese cántico, coincidente con el momento en el que el Madrid renacía, el equipo blanco dio la vuelta a la tortilla.
Explotó de júbilo la grada blanca, situada tras la portería en la que se marcaron los cinco goles del encuentro. Muchos recuerdan que, tras la final perdida en Montjuïc, la hinchada rojiblanca se quedó en la grada para ovacionar al campeón, el Sevilla. No esta vez, ni el rival ni las circunstancias eran propicias para ese gesto que traspasa los límites de la caballerosidad. Tampoco se le puede pedir a la grada que vibre contra su voluntad.
En el campo, delirio blanco. Casillas recogió la copa, se dio la vuelta de honor, se rindió tributo a los madridistas que les habían acompañado esa tarde. Ancelotti, feliz, cantaba como podía las consignas de su equipo. Di María, anunciaba la megafonía, era el jugador del partido. Justo, pues fue el más regular, aunque sorprendente. El camino a la décima pasó por la cabeza de Sergio Ramos, sin eso no hay nada más.
Apareció Di María en sala de prensa, para recibir el premio de la UEFA de manos de Sir Alex Ferguson. No parecía interesar mucho el evento, pues despejada la primera pregunta fue cuestionado por el estado físico de Cristiano. En Portugal es cuestión de estado, hay un Mundial por delante.
Después, Ancelotti, el entrenador victorioso. Con una sonrisa que atravesaba su cara, en tantos idiomas como sabe hablar, fue respondiendo amablemente las preguntas hasta que una turba irrumpió en su alocución. No era un escrache sino sus jugadores, Marcelo, Ramos, Modric, Isco, Pepe, Khedira y Morata, que llegaban con la fiesta desde el vestuario. Marcelo movía un balón, Ramos tiraba la botella de agua, Morata la de Champán. Todos aporreaban la mesa. Como despedida, besos de Ramos y Pepe al mister que seguía, imperturbable, con sus palabras. El hombre de la UEFA intentaba retomar el hilo. Nadie sabía dónde nos habíamos quedado antes del ciclón.
Terminó Ancelotti y llegó el Cholo Simeone. La sala de prensa escuchó aplausos desde los periodistas. No es habitual, ni mucho menos, pero parece que hay bula. El ídolo de la grada traspasa también a los miembros de la prensa. Extraño, curioso. Respondió con educación, nunca le ha faltado delante de un micrófono, capeó como pudo las preguntas. No es fácil dar la cara en los días en los que el mundo se viene encima. También tuvo aplausos de salida, tiene algo de rock star. Terminó el día, la gente salió de Da Luz con la misión imposible de coger un taxi. La final del drama, la gran final, ya es parte de la historia.
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