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Morata se hace una foto de Raúl

  

Casi 200 millones de euros después, el grito que canta el Bernabéu por la garganta es el de un chaval de la cantera al que el club no ha encontrado un hueco aún para renovar: Morata, Morata, Morata. Un nueve que tiene el vicio enfermizo del gol y la genética obsesión por la victoria que se propaga de forma natural en el Madrid de generación en generación. Allí estaban el sábado sobre el césped Santillana y Raúl, su vivo retrato, en la estampida del delantero hacia el círculo central quitándose de encima las felicitaciones después de marcar el 2-2 ante el Levante. Cuando el resultado es insuficiente, y el cronómetro se siente en el cogote, esa gente no malgasta un segundo en lo superfluo. La imagen que terminó por convencer al madridismo de que en el chico se reconoce de manera inequívoca a uno de los suyos.

Morata es un clamor y ya no hay quien lo pare. Le ayuda también un hartazgo casi irreversible de la grada y las tribunas de prensa por su competidor. Benzema ha desatado un punto de irritación del que difícilmente se vuelve. El desencuentro ya se lee en términos de linchamiento y de ahí no le van a poder rescatar ni los esfuerzos de buena voluntad de Arbeloa para la reconciliación. El francés es un talento indiscutible, un futbolista capaz de trazar maniobras a las que pocos llegan, un artista del gol desde la delicadeza, algo cercano a un genio. Pero con una frialdad poco recomendable en tiempos de apuros y crisis. Porque se confunde con el desinterés o la indiferencia. Benzema no llega, no contagia, no transmite. Se ha desconectado del madridismo, que lo utiliza en estos días de frustración e impaciencia para depositar sobre él todas sus arrebatos de descontento y desesperación.

Y para hurgar en la herida, a su lado surge Morata, un futbolista que escenifica todo lo contrario: la cara de compromiso, las ganas de comerse el mundo, la ilusión, la rabia, el semblante directamente relacionado con lo que le ocurre al equipo en cada momento. Desde un punto de vista académico, el fútbol acostumbra a recomendar calma con este tipo de irrupciones. Pero en realidad se equivoca. No se recuerda un canterano del Madrid que haya cuajado como titular indiscutible desde la paciencia y el poco a poco. Los casos que llegan a la memoria proceden de aporrear la puerta y quedarse. Es así como se sube al santoral.

Igual que no hay que imponer la aparición de un jugador, tampoco hay que sujetarla de manera forzada. Morata se ha ganado un lugar de manera natural, le ha llegado su momento. Lo que no quiere decir que haya superado los riesgos de quedarse en nada, en humo, en burbuja. Pasa a menudo, irrupciones de dos semanas que terminan en olvido. Pero sucede mucho más, aunque produzca menos ruido, que los proyectos de grandes futbolistas se estropeen por el miedo de los entrenadores a hacerle un sitio en plena efervescencia. Algo de eso puede estar ocurriendo con Óliver en la acera de enfrente, que desde la tacita a tacita, los minutos de Pascuas a Ramos, parece cada día menos jugador.

Morata pide paso, aunque suene a sacrilegio en un escenario donde manda la mercadotecnia y los millones, donde prima lo de fuera. Igual degenera como tantos en fuego artificial y se pierde, pero su caso tiene hoy todos los síntomas de los futbolistas que perduran. Hasta jugó en el Atlético, como algunos ídolos mayores. Se ha ganado el derecho a examinarse ya. La hinchada no tiene ninguna duda. Quiere al canterano. Le toca a Ancelotti atreverse. Y mejor antes de que sea tarde.

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