Hace unos meses la cadena deportiva ESPN estrenó con honores un documental llamado “Yo odio a Christian Laettner”. El aficionado a la NBA europeo muy probablemente torció el gesto. ¿Por qué odiar a un mediocre, a un don nadie? En la mayor liga del mundo fue un nómada, un pívot blando con estadísticas escasas. Útil en algunas fases de su carrera, pero lejos de ser un tipo a quien tener en cuenta. No digamos ya odiar.
Para entender que un jugador así pueda ser protagonista de un documental (porque no, aunque lo parezca no es un falso documental) hay que remontarse un poco más allá, cuando Laettner jugaba en Duke contra gente de su tamaño, otros universitarios y, ahí sí, mandaba en los tableros y era parte de uno de los mejores equipos jamás vistos en la NCAA.
El evento más importante del año en el baloncesto de Estados Unidos no es, en contra de la asunción general, la final de la NBA sino la final a cuatro del campeonato universitario. En el país tienen una relación diferente a Europa con respecto al deporte profesional. Sí, lo siguen, son aficionados de uno u otro equipo, pero la pasión se la dejan en casa. Un estadio de baloncesto en la NBA es más un lugar para pasar la tarde, rodeado de comida y espectáculos, que un sitio para desencadenar los nervios.
Los cánticos, las banderas y bufandas, los gritos y pasiones se dejan para la NCAA. Todo el mundo tiene una universidad, bien por haber ido, bien porque pilla cerca de casa, con la que tiene esa íntima relación que consigue el mejor deporte con sus aficionados. No tiene que ver la cosa con el baloncesto, es evidente para el aficionado que en las universidades el juego es impreciso y un poco ingenuo, pero la importancia no siempre está directamente relacionada con la calidad.
Por eso Laettner, que en la universidad era un triunfador y un marrullero, puede ser uno de los grandes villanos del deporte estadounidense sin necesidad de haber sido una estrella de la NBA. Su equipo, Duke, es una de las dinastías del deporte yanqui. Le deben todo a un hombre, Mike Krzyzewski que lleva 35 años en el banquillo y ha llevado a la universidad –prestigiosa también en lo académico, algo no siempre emparejado al éxito deportivo- a las cotas más altas del deporte universitario. El equipo jugará la final del torneo contra Wisconsin, un conjunto de menos tradición, un plebeyo contra un patricio, pero que también llega con una historia importante debajo del brazo.
Los Badgers, que así se llaman los del equipo de Wisconsin, se cargaron en las semifinales nacionales a Kentucky, que pasaba por ser uno de los mejores equipos nunca ensamblados en el pasado reciente de la NCAA. Tanto era así que se plantaron en las semifinales del campeonato sin haber perdido un solo partido. Favoritos casi sin bajar del autobús. Pero claro, a la fase final del torneo no se le llama la Locura de Marzo por capricho. Los Badgers, en un partido muy sufrido, dieron la campanada y se encontrarán en la final con los Blue Devils, que así están apodados los de Duke (cada equipo tiene su mascota, sus colores, su nombre de guerra, sus tradiciones…).
El partido será, una vez más, una moneda al aire. Una vez caído el favorito los equipos que han quedado están entre los cuatro mejores del país durante todo el año, algo que tampoco es tan común en el torneo, que privilegia a las cenicientas, esos equipos que juegan sin nada que perder y viven de las sorpresas.
Algunos espectadores externos solo ven este torneo por un motivo diferente: la potencialidad. No es tanto una cuestión de equipos como de jugadores, el eterno intento de buscar quién será en un futuro el dominador del baloncesto. Es una manera diferente, más europea, de tratar la gran cita. Si se elige esa, la de observador externo lejos del barro, el primer hombre en el que hay que fijarse es en Jahlil Okafor. Es el pívot de Duke, un jugador físicamente bien formado pero que, a diferencia de lo que se estila actualmente, es más contundente en su estilo que en su físico. Quizá demasiado, en ocasiones, por su inexperiencia (inherente a todos los universitarios) cree ser cosas que no es, como por ejemplo un pasador. En cualquier caso mide 2.10 y aspira a ser el primer nombre en el próximo draft.
En su equipo también está Justise Winslow, alero de casi dos metros con evidente talento pero también cierta tendencia a desconectarse. Es el tipo de jugador que atrae y da miedo a las franquicias de la NBA. Las armas están ahí pero ¿servirán para algo? Una buena actuación en la final le puede llevar a estar entre los cinco primeros del draft, pues al fin y al cabo demostrará que es capaz de rendir cuando la presión es máxima.
¿Y en los Badgers? Destacan fundamentalmente el grupo, que es capaz de llegar a todas partes como un colectivo, algo que no es fácil en una época donde la mayor parte de los jugadores solo pasan un año (que además es obligatorio) en la universidad antes de dar el salto al profesionalismo. En cualquier caso, en su plantilla está Sam Dekker, un alero alto, de más de dos metros, con buenas cualidades aunque un poco blando físicamente. También se fijarán en Frank Kaminsky, un pívot blanco, muy alto que tendrá que secar a Okafor para que su equipo se lleve el campeonato.
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