Guardiola es un entrenador peculiar, diferente a sus iguales. Tiene una dimensión emocional que muy pocos igualan, sus palabras y sus actos no parecen de entrenador, no es robótico, es sentimental y sentido. Además de exitoso, claro, que sin esta parte el resto no tiene mucho valor.
Por todo ello el partido que se iba a dar en el Camp Nou no podía ser uno más. Volvía Guardiola, el estratega de los seis títulos, el autor del mejor Barcelona de todos los tiempos. Antes del partido, mucho antes, casi desde el sorteo, se notaba un ambiente diferente, especial, contradicciones incluso en buena parte del barcelonismo.
Solo había que leer la prensa estos días, esos elogios desmedidos para el héroe marchado, esa sensación de muchos que querían la victoria del Barcelona, sí, pero nunca el daño de Pep. Han salido muchas letras con el mismo argumento, una coincidencia de articulistas que no se suele dar, pero Guardiola en eso también es especial.
El reencuentro, a pesar de todo, llevaba con alguna espina. La figura de Guardiola es reverenciada, pero no todos los que convivieron con él se llevaron el mejor recuerdo. Las guerras civiles azulgranas, un clásico, deteroriaron alguna gran relación personal del técnico.
Luis Enrique, al que saludó afectuosamente antes del encuentro, tuvo sus momentos malos con el de Santpedor. Guardiola no aceptó bien que el técnico, que entrenaba al filial, negociase a sus espaldas un contrato con la Roma. Los dos, que habían sido amigos, vieron como se enfriaba su relación y como empezaban las desavenencias que incluso derivaron en alguna disensión futbolística interna, un sacrilegio en un club que presume de jugar con la misma filosofía desde bebés hasta veteranos.
El asturiano aún le considera su amigo, no ha dejado de elogiarle estos días y ha dado una sensación de mucha normalidad, como si nunca hubiese pasado nada aunque en realidad aquella salida a Italia hubiese sido un aldabonazo en la amistad. El tiempo cura algunas cosas, aunque no se han reestablecido del todo los vínculos que ambos compartían. Luis Enrique, en todo caso, seguirá diciendo por los restos que Guardiola es el mejor entrenador que conoce. El de Santpedor, como si quisiese demostrar que el comentario es cierto, propuso un partido con variantes varias, empezando por un 3-4-1-2 y siguiendo por varios cambios durante el partido para desconcertar a sus ex.
También era el reencuentro con Messi con el que fue su mentor y el que mejor le comprendió. El argentino no le tiene tampoco en su altar personal, un sitio donde solo pertenecen dos técnicos, Frank Rijkaard y el malogrado Tito Vilanova. En estos cuatro años en los que Guardiola ha estado fuera ambos no han hablado ni una sola vez, como reconoció el propio argentino antes del encuentro. Messi no recuerda que antes de la llegada de Pep era un jugador tremendo, pero con problemas de lesiones y un poco perdido en un equipo a la deriva. Demostró, eso sí, que es el mejor jugador del fútbol con dos goles, el segundo de museo. Ya lo dijo el técnico en la previa: es imposible de parar. La relación ha quedado fría, casi distante, muy diferente a la de la mayor parte de los jugadores que aún quedan de su época, que tienen claro que parte de su carrera se la deben a Guardiola.
El partido tenía una vuelta más. Menor, porque nadie se compara al técnico, pero también importante. Thiago, canterano del Barça, acudía de nuevo a su casa. Aún pocos entienden como un jugador así, forjado en la casa y que entiende la difícil idiosincrasia del club, pudo buscarse las habichuelas en Múnich y no renovar con el equipo de su vida. Cosas que pasan.
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