No se había cumplido ni siquiera una hora de partido, y el Barça ya ganaba 3-0... sin marcar un solo gol. Porque los tres fueron, literalmente, regalos. Ofrendas de un grupo de jugadores galos aterrorizados sin motivo aparente.
Nadie entenderá nunca como un equipo ccomo el PSG, con futbolistas de renombre mundial y con un bien ganado 4-0 en la ida, salió tan empequeñecido al Camp Nou.
Durante 60 minutos las caras de pavor de jugadores, entrenador e incluso de los aficionados llegados desde París alimentaron de forma automática la remontada. El Barça no necesitó ni siquiera fútbol.
En mitad del partido ya estaba cumplida la mitad de la gesta. Descanso, 2-0 y el Camp Nou más enchufado que los propios protagonistas sobre el césped. Y a la vuelta, el tercero. Sin esfuerzo, merced a un penalti raro señalado por una figura más rara aún, la del juez de gol.
Unai Emery sudaba y se desencajaba en la banda, entre asustado e impotente. Hasta que se acordó de Di María, un Ángel rebelde con pasado madridista, zurda prodigiosa y personalidad sin complejos que pasaba la noche sentado en el banquillo.
Será casualidad, pero fue salir el argentino y a los cinco minutos Cavani enganchó una volea y la artificial magia que sobrevolaba el estadio barcelonés desapareció. El uruguayo pudo sentenciar apenas unos segundo más tarde, pero Ter Stegen mantuvo vivo el finísimo hilo del suspense.
El PSG había despertado, y al ritmo habilidoso y tunante del angelito Di María fueron pasando los minutos. El Barça siguió intentándolo, pero como antes, sin orden ni concierto. Parecía imposible, pero aparecieron Neymar, Luis Suárez, el árbitro -penalti inexistente- y, en el minuto 95, Sergi Roberto.
Por primera vez en la historia del torneo de clubes más grande del mundo, la Liga de Campeones, un equipo, el Barça, remontó un 4-0 adverso. Honor y mérito a sus protagonistas, pero mucho demérito a otro equipo, el PSG, que salió inexplicablemente derrotado desde los Campos Elíseos.