Era la noche de Raúl y de las emociones. Del homenaje a uno de los tipos que más ha dignificado el juego y la camiseta. Del jugador que siempre estaba, en las buenas y en las malas, que nunca abandonó un terreno de juego con una gota de sudor sin gastar. Del profesional ejemplar, el compañero ejemplar, el rival ejemplar. Del deportista que se supo comportar en la victoria y en la derrota. Del diez en casi nada pero ocho en casi todo, del siete al que se le caían los goles de los bolsillos. Del futbolista que durante mucho tiempo fue el mejor futbolista español de todos los tiempos. Del niño que mira si fue colchonero que pasó por Concha Espina como pasa un forastero y se convirtió luego tanto al blanco que transformó La Cibeles en el salón de su casa. Del ídolo mayor al que el Bernabéu se olvidó de despedir cuando tocaba.
Era el día de Raúl y de las emociones pendientes. Y claro que lo fue, porque al fin, aunque con tres años de retraso, el madridismo pudo exhibir de forma ceremonial su agradecimiento al gran capitán y a éste sentirlo con una sonrisa por fuera y una lágrima por dentro. Era nada más que eso, y nada menos, el día de Raúl, pero acabó teniéndolo que compartir paradójicamente con uno de los que más contribuyó en su momento a contaminar su imagen. Lo que empezó en ofrenda degeneró en plebiscito, la escenificación más cruda de la división que padece desde hace meses el Real Madrid y que lo debilita. Y la boda concluyó así en buena medida gracias a Ancelotti, que fomentó con medidas gratuitas la revolución del graderío.
Porque la noche pasó de los versos a Raúl a los gritos de Iker, Iker, Iker (y algún silbido en su contra) y los silbidos a Diego López (y algún aplauso a su favor). Posiblemente habría sido así de cualquier manera, porque Chamartín vive caliente y partido en dos alrededor de la portería. Pero el italiano contribuyó decisivamente al alboroto. Sobre todo, cuando se le ocurrió que en el minuto 40 del homenaje saltara a calentar en solitario el cancerbero que juega en el lugar de Casillas. Una maldad o un descuido del técnico (ahí tenéis a Diego López, lincharle o condecorarle, venía a decir el gesto) que la tribuna no desaprovechó. Un alarde del todo innecesario que desenfocó al personal del asunto que lo había llevado hasta allí. Un ruido inequívoco de fractura que arruinó la última comunión. El pacificador no deja una fiesta en paz.
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