En un momento de la serie documental ‘The Last Dance’, Michael Jordan conduce su coche por la lluviosa Chicago. Es 1998 y le acompaña un periodista de confianza. Sabe que le graban y el jugador de los Bulls reflexiona en alto sobre si extrañará el baloncesto cuando se retire. “No creo que lo vaya a echar de menos”, viene a decir Jordan, quien asegura además que él se quiere marchar un par de años antes de que su declive llegue. “No me sacarán de la pista”. Jordan dice que será él quien se vaya, que no se va a arrastrar.
Esta filmación se produce muy cerca de la celebración de las Finales de la NBA de 1998, donde Jordan y los Bulls aniquilan a los Jazz por un global de 4-2, con la legendaria canasta del escolta en el sexto y último duelo que da el tercer anillo consecutivo a los Bulls y el sexto para la franquicia. Todos con Jordan, que añade a ese cetro los de 1997, 1996, 1993, 1992 y 1991. Jordan tiene 35 años entonces y durante todo ese curso 1997-1998 se ha repetido por activa y por pasiva que será el último baile, ‘The Last Dance’. La gerencia de Chicago aseguró al inicio de la campaña que Phil Jackson, el entrenador de los de Illinois, no seguiría más allá de 1998. Y sin él, Jordan se había apresurado a decir que tampoco continuaría. Y que colgaría las botas.
Realmente, la de 1998 no era la primera retirada del mejor jugador de la historia del baloncesto contemporáneo. Ya en 1993, cansado del negocio que giraba alrededor de él, cansado de la prensa, cansado de todo y finalmente espoleado por el asesinato de su padre, había decidido retirarse a los 30 años. En su legado ya, tres anillos consecutivos para los Bulls, los primeros de siempre de la franquicia. Una dinastía.
Ya saben luego lo que vino: Jordan juega al béisbol en las ligas menores —era su sueño de siempre y hacerlo, en cierta manera, era una forma tanto de rendir homenaje a su padre asesinado como de sobrellevar el dolor — pero entre cierres patronales posteriores en el mundo del béisbol y la sensación que volvía a sentir dentro de él, la de jugar de nuevo al basket, en 1995 estaba de nuevo sobre el parqué.
Ahora, la segunda retirada de Jordan tenía que ser definitiva. Era una despedida emblemática porque la hacía después de conquistar su sexto anillo, con la canasta de todos los tiempos, Byron Russell por el suelo previo empujoncito en la pierna, la foto icónica de todo el Delta Center, de todo Utah, mirando y sabiendo que esa bola iba a entrar. Y entró. Y Jordan se retiró, aunque técnicamente lo hizo a inicios del 1999, con la NBA a punto de tirar la temporada al traste por una huelga de jugadores, un cierre patronal que se salvó in extremis y que pudo poner la competición en marcha en enero de ese 1999. Cuando alrededor del día 6 se supo que sí, que habría campaña 1998-99, Jordan confirmó lo que todos temieron y se fue. Los Bulls jamás volvieron a rozar esa gloria liderada por Jordan. Lo máximo que se le ha parecido a aquello fueron las Finales del Este abrazadas, en 2011, cuando a los de la Ciudad del Viento los lideraba Derrick Martell Rose, el MVP más joven de siempre.
El tercer e ¿innecesario? regreso
En enero de 2000, Jordan entra a participar en la propiedad de los Washington Wizards y se convierte además en director de operaciones, lo que le daba el pleno control de las decisiones que en materia de baloncesto se tomaran. Hacía un año que se había marchado con la frase de que “al 99’9% no jugaría un partido más en la NBA”. Y sin embargo, hay veces que ese 0,1% tiene demasiada relevancia.
El ahora directivo, que no pasaba demasiado tiempo en las oficinas centrales de la franquicia y gestionaba a distancia su trabajo, hacía y deshacía para una entidad que dejaba muy lejos los días de gloria de los años 70, en los que había sido tres veces finalista de la NBA y había ganado el anillo en 1978, Dick Motta al frente. Pero aquello, decíamos, era casi la prehistoria en la mente de los aficionados, acostumbrados a marcharse a casa con el final de la Temporada Regular. Cuando Jordan asumió el cargo de director de operaciones de baloncesto, los ya nombrados Wizards — les quitaron el nombre de Bullets (balas) porque se asociaba a la violencia en una ciudad, Washington, de las más peligrosas de Estados Unidos —únicamente habían jugado los playoffs en una ocasión desde 1988. Fue en 1997, contra los Bulls de Jordan, en la primera ronda del Este. Fueron eliminados por un claro 3-0.
Jordan no mejoró el devenir histórico de los capitalinos, ni como ejecutivo ni como jugador. Porque sí, ese 0,1 % de posibilidades de regresar a las pistas se tornó en real apenas año y medio después de entrar a formar parte de los Wizards y tres años después de su último tiro contra los Jazz.
El trabajo de Jordan en las oficinas era muy discutible y un gran fiasco quedará para siempre en su trayectoria; no fue otro que el de elegir a Kwame Brown como el número 1 del Draft de 2001. No, Brown, directamente llegado del instituto, no era para nada un mal jugador, pero jamás podía ser número 1 del Draft, en la misma edición en la que Pau Gasol fue la tercera elección.
Errores de despacho al margen, para el verano de 2001 un Jordan que cada vez jugaba más partidillos informales de cierto nivel estaba listo para regresar. Lo que empezó meses atrás como una actividad física para perder el michelín que se había adosado a su cintura se convirtió en algo más serio y ese ritual de los partidos tenía ya un cariz que señalaba cosas. De la mano de ello, Jordan, como jefe de operaciones, recuerden, podía hacer lo que quisiera y lo que quiso es contratar a Doug Collins, el entrenador suyo antes de Phil Jackson en los Bulls. Un Collins al que en no pocas ocasiones Jordan se había referido como el entrenador con el que mejor se entendía y que más le entendía. Básicamente, porque en aquellos años 80 y con la estrella en ciernes, Collins pensaba que lo mejor era que los Bulls se centraran en jugar alrededor de Jordan. Chicago ganó su primer anillo al poco de marcharse él. Igual Collins erró en la receta.
Pero a Jordan le interesaba gente familiar, entorno fiable, redes de seguridad. Su preparador físico Tim Grover volvió a la carga con él, pero Jordan no era el de 1998 y no sólo porque tuviera tres años más, sino porque arrastraba problemas en una mano, consecuencia de haberse hecho daño en un dedo en las Bahamas cortando un puro, o porque recientemente se había roto una costilla. Lo de la mano le impedía agarrar la pelota como antaño. No era poca cosa para alguien que volaba literalmente sobre los adversarios con la pelota en empuñada.
Un nuevo mundo donde Jordan ya no es tan ‘necesario’
A inicios de septiembre de 2001, Jordan tiene decidido regresar. Ha trabajado bien y sin ser el mismo, se ha recuperado de sus dolencias. El 11 de septiembre de 2001 se producen los atentados dramáticos en Estados Unidos y es importante marcar este contexto porque durante meses la sociedad estadounidense tuvo por ídolos a aquellos que perecieron en las Torres Gemelas, a los que derribaron el avión en Pittsburgh, a los bomberos que entraron, sin saber si saldrían, a las propias Torres Gemelas, a los soldados que en octubre llegaron a Afganistán. El héroe era el civil, el militar de a pie, no tanto ya el deportista. Y en esa realidad, el 25 de septiembre de 2001 Jordan se firmaba a él mismo como jugador de los Wizards, dejaba aparcado su cargo como director de operaciones y se preparaba para su tercer y último regreso.
Un vuelta digna pero descafeinada
En la NBA de 2001, además, ya había otras estrellas. No es que se hubiera enterrado a un Jordan de 38 años, pero los Bulls eran una mina de disgustos y dentro de ese contexto de shock por el 11-S, el aficionado ya había elegido a otros héroes. El entorno de Jordan vino a denominar al dorsal 23 como ‘Vintage Jordan’ y ese término quizá profundizó en una realidad: Jordan no estaba pasado de moda pero su momento ya había pasado para muchos.
Igualmente, fue casi como Jesucristo en el Domingo de Ramos allá por donde iba, pero aunque aclamado, cualquier comparación con 1998 era demasiado dolorosa. El Jordan jugador que vistió la camiseta de los Wizards en los cursos 2001-2002 y 2002-2003 seguía con algún retazo de lo que fue. Era capaz de brillar como antaño, pero el tiempo de explosión cada vez duraba menos. Podía tener una buena noche, como la de las Navidades de 2001 en el Madison ante los Knicks o podía destrozar a los Cavaliers con una canasta postrera. Pero sus rodillas le hacían demasiado daño. De hecho, en febrero de 2002 pasó por una operación que a muchos les habría sentado hasta el curso que viene. Jordan regresó a finales de esa 2001-2002 para intentar a la desesperada aupar a los Wizards a los playoffs, cosa que no logró. El balance de la franquicia 37-45 se repetiría en la 2002-2003.
Una despedida gris
Jordan odiaba los homenajes y al anunciar que definitivamente la 2002-2003 sería la última, esta vez sí que sí, para él, no buscaba ser reconocido en cada cancha, en una gira de homenaje al estilo Kareem Abdul-Jabbar de la que no era partidario. Para su adiós, Jordan preparó un plan físico que le permitiera jugar 82 partidos, es decir, toda la Temporada Regular, cosa que en la anterior campaña no logró.
Pero los Wizards, cuya plantilla había sentido cierto alivio y liberación en las semanas que Jordan había estado sin jugar por la operación, era un equipo discreto. Jordan buscó algunas piezas, como un decadente Charles Oakley (con el que había jugado en los 80 en los Bulls), Jerry Stackhouse o el mismo Byron Rusell, todos para construir un bloque sólido, pero las limitaciones seguían ahí y este Jordan, debutando en la cuarentena, no era capaz de liderar un equipo hasta el punto de hacerle llegar a las eliminatorias por el anillo.
Al menos jugó los 82 partidos, que era la política de mínimos que se impuso, tuvo fogonazos, no se arrastró, estuvo presente de nuevo en el All-Star y promedió 20 puntos en 37 minutos de juego. Muchos firmarían, pero esos muchos no son Michael Jordan.
Un 16 de abril de 2003, en el contexto de la recién iniciada Guerra de Irak, donde los héroes apuntaban a campos de batalla reales, a caminos de arena y piedras, a desiertos en vida, Jordan se iba del baloncesto para siempre. Lo hizo en un partido insulso, sin nada en juego, en Philadelphia. Con todo decidido, la gente empezó a pedir que volviera Jordan. Durante un tiempo muerto solicitado por Larry Brown, técnico local, Doug Collins le suplicó a Jordan que volviera al parqué, aunque Jordan, quien había debutado en la NBA precisamente contra Washington, decía que ya había terminado. Le convencieron y entró a la pista. Un minuto después y con apenas otro por jugarse, Kwame Brown coge un rebote defensivo y se la da a Jordan. Eric Snow, al que Larry Brown ordena que haga personal, cumple órdenes. El técnico rival busca que Jordan anote sus últimos puntos. Un homenaje, un gesto de caballero muy clásico del deporte estadounidense. Jordan acude a la línea de personal y anota los dos tiros libres. Y se vuelve al banquillo. “En ese momento sentí que ya no quería hacerlo más”, puntualizó Jordan sobre su acabado deseo de jugar al baloncesto.
Y así terminó la tercera y última etapa de Jordan como jugador de baloncesto. Para muchos, innecesaria. Para otros tantos, intrascendente más allá del aura del propio jugador. Independientemente de ello, Jordan pudo hacer lo que quiso (no siempre se puede en la vida) y las razones por las que regresó pueden resumirse en que tenía ganas de demostrarse que podía. Y pudo. No volvió por dinero ni por deudas del juego ni por otras falacias que se comentaron y se comentan, ya que donó sus salarios (por el mínimo de veterano) a la beneficencia. Jordan simplemente quería regresar y poco le importó, como siempre en su vida, lo que de él dijeran.
Urenga
Interesante y ameno.